Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Pide nuestra gran Reina en la presencia del Señor la ejecución de la Encarnación y Redención humana y concede Su Majestad la petición.

INDICE   Libro  3   Capítulo  8    Versos:  87-98


87. Estaba la divina princesa María Santísima tan llena de gracia y hermosura y el corazón de Dios estaba tan herido (Cant., 4, 9) de sus tiernos afectos y deseos, que ya ellos le obligaban a volar del seno del eterno Padre al tálamo de su virginal vientre y a romper aquella larga remora que le detenía por más de cinco mil años para no venir al mundo. Pero como esta nueva maravilla se había de ejecutar con plenitud de sabiduría y equidad, dispúsola el Señor de tal suerte, que la misma Princesa de los cielos fuese Madre digna del Verbo humanado y juntamente medianera eficaz de su venida, mucho más que lo fue Ester del rescate de su pueblo. Ardía en el corazón de María Santísima el fuego que el mismo Dios había encendido en él, y pedía sin cesar su salud para el linaje humano, pero encogíase la humildísima Señora, sabiendo que por el pecado de Adán estaba promulgada la sentencia de muerte y privación eterna de la cara de Dios para los mortales.
88. Entre el amor y la humildad había una divina lucha en el corazón purísimo de María, y con amorosos y humildes afectos repetía muchas veces: ¡Oh quién fuera poderosa para alcanzar el remedio de mis hermanos! ¡Oh quién sacara del seno del Padre a su Unigénito y le trasladara a nuestra mortalidad! ¡Oh quién le obligara para que a nuestra naturaleza le diera aquel ósculo de su boca (Cant., 1, 1) que le pidió la Esposa! Pero ¿cómo lo podemos solicitar los mismos hijos y descendientes del malhechor que cometió la culpa? ¿Cómo podremos traer a nosotros al mismo que nuestros padres alejaron tanto? ¡Oh amor mío, si yo os viese a los pechos de vuestra madre (Cant., 8, 1) la naturaleza! ¡Oh lumbre de la lumbre, Dios verdadero de Dios verdadero, si descendieseis inclinando vuestros cielos (Sal., 143, 5) y dando luz a los que viven de asiento en las tinieblas (Is., 9, 2)! ¡Si pacificaseis a vuestro Padre, y si al soberbio Amán (Est., 14, 13), nuestro enemigo el demonio, le derribase vuestro divino brazo, que es vuestro Unigénito! ¿Quién será medianera para que saque del altar celestial, como la tenaza de oro (Is., 6, 6), aquella brasa de la Divinidad, como el Serafín sacó el fuego que nos dice vuestro profeta, para purificar al mundo?
89. Esta oración repetía María Santísima en el día octavo de los que voy declarando, y a la hora de media noche, elevada y abstraída en el Señor, oyó que Su Majestad la respondía: Esposa y paloma mía, ven, escogida mía, que no se entiende contigo la común ley (Est., 15, 13); exenta eres del pecado y libre estás de sus efectos desde el instante de tu concepción; y cuando te di el ser, desvió de ti la vara de mi justicia y derribé en tu cuello la de mi gran clemencia, para que no se extendiese a ti el general edicto del pecado. Ven a mí, y no desmayes en tu humildad y conocimiento de tu naturaleza; yo levanto al humilde, y lleno de riquezas al que es pobre; de tu parte me tienes y favorable será contigo mi liberal misericordia.
90. Estas palabras oyó intelectualmente nuestra Reina, y luego conoció que por mano de sus Santos Ángeles era llevada corporalmente al cielo, como el día precedente, y que en su lugar quedaba uno de los mismos de su guarda. Subió de nuevo a la presencia del Altísimo, tan rica de tesoros de su gracia y dones, tan próspera y tan hermosa, que singularmente en esta ocasión admirados los espíritus soberanos decían unos a otros en alabanza del Altísimo: ¿Quién es ésta, que sube del desierto tan afluente de delicias? (Cant., 8, 5) ¿Quién es ésta que estriba y hace fuerza a su amado (Ib.), para llevarle consigo a la habitación terrena? ¿Quién es la que se levanta como aurora, más hermosa que la luna, escogida como el sol (Cant., 6, 9)? ¿Cómo sube tan refulgente de la tierra llena de tinieblas? ¿Cómo es tan esforzada y valerosa en tan frágil naturaleza? ¿Cómo tan poderosa, que quiere vencer al Omnipotente? Y ¿cómo estando cerrado el cielo a los hijos de Adán, se le franquea la entrada a esta singular mujer de aquella misma descendencia?
91. Recibió el Altísimo a su electa y única esposa María Santísima en su presencia, y aunque no fue por visión intuitiva de la Divinidad sino abstrativa, pero fue con incomparables favores de iluminaciones y purificaciones que el mismo Señor la dio, cuales hasta aquel día había reservado; porque fueron tan divinas estas disposiciones que —a nuestro entender— el mismo Dios que las obraba se admiró, encareciendo la misma hechura de su brazo poderoso; y como enamorado de ella, la habló y la dijo (Cant., 6, 12): Revertere, revertere Sunamitis, ut intueamur te; Esposa mía, perfectísima paloma y amiga mía, agradable a mis ojos, vuélvete y conviértete a nosotros para que te veamos y nos agrademos de tu hermosura; no me pesa de haber criado al hombre, deleitóme en su formación, pues tú naciste de él; vean mis espíritus celestiales cuán dignamente he querido y quiero elegirte por mi Esposa y Reina de todas mis criaturas; conozcan cómo me deleito con razón en tu tálamo, a donde mi Unigénito, después de la gloria de mi pecho, será más glorificado. Entiendan todos que si justamente repudié a Eva, la primera reina de la tierra, por su inobediencia, te levanto y te pongo en la suprema dignidad, mostrándome magnífico y poderoso con tu humildad purísima y desprecio.
92. Fue para los Ángeles este día de mayor júbilo y gozo accidental que otro alguno había sido desde su creación. Y cuando la Beatísima Trinidad eligió y declaró por Reina y Señora de las criaturas a su Esposa y Madre del Verbo eterno, la reconocieron y admitieron los Ángeles y todos los espíritus celestiales por Superiora y Señora y la cantaron dulces himnos de gloria y alabanza del Autor. En estos ocultos y admirables misterios estaba la divina reina María absorta en el abismo de la Divinidad y luz de sus infinitas perfecciones; y con esta admiración disponía, el Señor que no atendiese a todo lo que sucedía, y así se le ocultó siempre el sacramento de ser elegida por Madre del Unigénito hasta su tiempo. No hizo jamás el Señor tales cosas con nación alguna (Sal., 147, 20), ni con otra criatura se manifestó tan grande y poderoso, cómo este día con María Santísima.
93. Añadió más el Altísimo, y dijo la con extremada dignación: Esposa y electa mía, pues hallaste gracia en mis ojos, pídeme sin recelo lo que deseas y te aseguro como Dios fidelísimo y poderoso Rey que no desecharé tus peticiones ni te negaré lo que pidieres.— Humillóse profundamente nuestra gran Princesa, y debajo de la promesa y real palabra del Señor, levantándose con segura confianza, respondió y dijo: Señor mío y Dios altísimo, si en vuestros ojos hallé gracia (Gén., 18, 3), aunque soy polvo y ceniza, hablaré en vuestra real presencia y derramaré mi corazón (Sal., 61, 9).—
Aseguróla otra vez Su Majestad y la mandó pidiese todo lo que fuese su voluntad en presencia de todos los cortesanos del cielo, aunque fuese parte de su reino (Est., 5, 3). No pido, Señor mío —respondió María Purísima— parte de vuestro reino para mí, pero pídole todo entero para todo el linaje humano, que son mis hermanos. Pido, altísimo y poderoso Rey, que por vuestra piedad inmensa nos enviéis a vuestro Unigénito y Redentor nuestro, para que satisfaciendo por todos los pecados del mundo alcance vuestro pueblo la libertad que desea, y quedando satisfecha vuestra justicia se publique la paz (Ez., 34, 25) en la tierra a los hombres y se les haga franca la entrada de los cielos que por sus culpas están cerrados. Vea ya toda carne vuestra salud (Is., 52, 10) dense la paz y la justicia aquel estrecho abrazo y el ósculo que pedía David (Sal., 84, 11), y tengamos los mortales maestro (Is., 30, 20), guía y reparador, cabeza que viva y converse con nosotros (Bar., 3, 38); llegue ya, Dios mío, el día de vuestras promesas, cúmplanse vuestras palabras y venga nuestro Mesías por tantos siglos deseado. Esta es mi ansia y a esto se alientan mis ruegos con la dignación de vuestra infinita clemencia.
94. El Altísimo Señor, que para obligarse disponía y movía las peticiones de su amada Esposa, se inclinó benigno a ellas, y la respondió con singular clemencia:
Agradables son tus ruegos a mi voluntad y aceptas son tus peticiones; hágase como tú lo pides; yo quiero, hija y esposa mía, lo que tú deseas; y en fe de esta verdad, te doy mi palabra y te prometo que con gran brevedad bajará mi Unigénito a la tierra y se vestirá y unirá con la naturaleza humana, y tus deseos aceptables tendrán ejecución y cumplimiento.
95. Con esta certificación de la divina palabra sintió nuestra gran Princesa en su interior nueva luz y seguridad de que se llegaba ya el fin de aquella larga y prolija noche del pecado y de las antiguas leyes y se acercaba la nueva claridad de la redención humana. Y como le tocaban tan de cerca y tan de lleno los rayos del sol de justicia que se acercaba para nacer de sus entrañas, estaba como hermosísima aurora abrasada y refulgente con los arreboles —dígolo así— de la Divinidad, que la transformaba toda en ella misma, y con afectos de amor y agradecimiento del beneficio de la próxima redención daba incesantes alabanzas al Señor en su nombre y de todos los mortales. Y en esta ocupación gastó aquel día, después que por los mismos ángeles fue restituida a la tierra. Duélome siempre de mi ignorancia y cortedad en explicar estos arcanos tan levantados, y si los doctos y letrados grandes no podrán hacerlo adecuadamente, ¿cómo llegará a esto una pobre y vil mujer? Supla mi ignorancia la luz de la piedad cristiana y disculpe mi atrevimiento la obediencia.

Doctrina que me dio la Reina María Santísima.

96. Hija mía carísima, ¡ y qué lejos están de la sabiduría mundana las obras admirables que conmigo hizo el poder divino en estos sacramentos de la Encarnación del Verbo Eterno en mi vientre! No los puede investigar la carne, ni la sangre, ni los mismos Ángeles y Serafines más levantados por sí a solas, ni pueden conocer misterios tan escondidos y fuera del orden de la gracia de las demás criaturas. Alaba tú, amiga mía, por ellos al Señor con incesante amor y agradecimiento, y no seas ya tarda en entender la grandeza de su divino amor y lo mucho que hace por sus amigos y carísimos, deseando levantarlos del polvo y enriquecerlos por diversos modos. Si esta verdad penetras, ella te obligará al agradecimiento y te moverá a obrar cosas grandes como fidelísima hija y esposa.
97. Y para que más te dispongas y alientes, te advierto que el Señor a sus escogidas las dice muchas veces aquellas palabra (Cant., 6, 12): Revertere, revertere, ut intueamur te; porque recibe tanto agrado de sus obras, que como un padre se regala con su hijo muy agraciado y hermoso que sólo tiene, mirándole muchas veces con caricia, y como un artífice con la obra perfecta de sus manos y un rey con la ciudad rica que ha ganado y un amigo con otro que mucho ama, más sin comparación que todos estos se recrea el Altísimo y se complace con aquellas almas que elige para sus delicias, y al paso que ellas se disponen y adelantan, crecen también los favores y beneplácito del mismo Señor. Si esta ciencia alcanzaran los mortales que tienen luz de fe, por solo este agrado del Altísimo debían no sólo no pecar, pero hacer grandes obras hasta morir, por servir y amar a quien tan liberal es en premiar, regalar y favorecer.
98. Cuando en este día octavo que has escrito me dijo el Señor en el cielo aquellas palabras: Revertere, revertere, que le mirase para que los espíritus celestiales me viesen, fue tanto el agrado que conocí recibía Su Majestad divina, que sólo él excedió a todo cuanto le han agradado y complacerán todas las almas santas en lo supremo de su santidad, y se complació en mí su dignación más que en todos los apóstoles, mártires, confesores y vírgenes, y todo el resto de los santos. Y de este agrado y aceptación del Altísimo redundaron en mi espíritu tantas influencias de gracias y participación de la divinidad, que ni lo puedes conocer ni explicar perfectamente estando en carne mortal. Pero te declaro este secreto misterioso, para que alabes a su autor y trabajes disponiéndote para que, en mi lugar y nombre, mientras te durare el destierro de la patria, extiendas y dilates tu brazo a cosas fuertes (Prov., 31 19) y des al Señor el beneplácito que de ti desea, procurándole siempre con granjear sus beneficios y solicitarlos para ti y tus prójimos con perfecta caridad.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #81

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