Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Despacha la Beatísima Trinidad al Santo Arcángel Gabriel que anuncie y evangelice a María Santísima cómo es elegida para Madre de Dios.

INDICE   Libro  3   Capítulo  10    Versos:  109-123


109. Determinado estaba por infinitos siglos, pero escondido en el secreto pecho de la sabiduría eterna, el tiempo y hora conveniente en que oportunamente se había de manifestar en la carne el gran sacramento de piedad, justificado en el espíritu, predicado a los hombres, declarado a los ángeles y creído en el mundo (1 Tim., 3, 16). Llegó, pues, la plenitud de este tiempo (Gal., 4, 4), que hasta entonces, aunque lleno de profecías y promesas, estaba muy vacío, porque le faltaba el lleno de María santísima, por cuya voluntad y consentimiento habían de tener todos los siglos su complemento, que era el Verbo Eterno humanado, pasible y reparador. Estaba predestinado este misterio antes de los siglos (1 Cor., 2, 7), para que en ellos se ejecutase por mano de nuestra divina doncella; y estando ella en el mundo, no se debía dilatar la redención humana y venida del Unigénito del Padre, pues ya no andaría como de prestado en tabernáculos (2 Sam., 7, 6) o ajenas casas, mas viviría de asiento en su templo y casa propia, edificada y enriquecida con sus mismas anticipadas expensas (1 Par., 22, 5), mejor que el templo de Salomón con las de su padre Santo Rey David.
110. En esta plenitud de tiempo prefinito determinó el Altísimo enviar su Hijo unigénito al mundo, y confiriendo —a nuestro modo de entender y de hablar— los decretos de su eternidad con las profecías y testificaciones hechas a los hombres desde el principio del mundo, y todo esto con el estado y santidad a que había levantado a María Santísima, juzgó convenía todo esto así para la exaltación de su santo nombre y que se manifestase a los Santos Ángeles la ejecución de esta su eterna voluntad y decreto y por ellos se comenzase a poner por obra. Habló Su Majestad al Santo Arcángel Gabriel con aquella voz o palabra que les intima su santa voluntad; y aunque el orden común de ilustrar Dios a sus divinos espíritus es comenzar por los superiores y que aquéllos purifiquen e iluminen a los inferiores por su orden hasta llegar a los últimos, manifestando unos a otros lo que Dios reveló a los primeros, pero en esta ocasión no fue así, porque inmediatamente recibió este Santo Arcángel del mismo Señor su embajada.
111. A la insinuación de la voluntad Divina estuvo presto San Gabriel, como a los pies del trono, y atento al ser inmutable del Altísimo, y Su Majestad por sí le mandó y declaró la legacía que había de hacer a María Santísima y las mismas palabras con que la había de saludar y hablar; de manera que su primer autor fue el mismo Dios, que las formó en su mente Divina, y de allí pasaron al Santo Arcángel, y por él a María Purísima. Reveló junto con estas palabras el Señor muchos y ocultos sacramentos de la encarnación al Santo príncipe Gabriel, y la Santísima Trinidad le mandó fuese [y] anunciase a la divina doncella cómo la elegía entre las mujeres para que fuese Madre del Verbo Eterno y en su virginal vientre le concibiese por obra del Espíritu Santo, y ella quedando siempre virgen; y todo lo demás que el paraninfo divino había de manifestar y hablar con su gran Reina y Señora.
112. Luego declaró Su Majestad a todo el resto de los Ángeles cómo era llegado el tiempo de la redención humana y que disponía bajar al mundo sin dilación, pues ya tenía prevenida y adornada para Madre suya a María Santísima, como en su presencia lo había hecho, dándole esta suprema dignidad. Oyeron los divinos espíritus la voz de su Criador y, con incomparable gozo y hacimiento de gracias por el cumplimiento de su eterna y perfecta voluntad, cantaron nuevos cánticos de alabanza, repitiendo siempre en ellos aquel himno de Sión: Santo, santo, santo eres, Dios y Señor de Sabaot (Is 6, 3). Justo y poderoso eres, Señor Dios nuestro, que vives en las alturas y miras a los humildes de la tierra (Sal., 112, 5-6). Admirables son todas tus obras, Altísimo, encumbrado en tus pensamientos.
113. Obedeciendo con especial gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo cielo, acompañado de muchos millares de Ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible. La de este gran príncipe y legado en como de un mancebo elegantísimo y de rara belleza: su rostro tenia refulgente y despedía muchos rayos de resplandor, su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella forma. Llevaba diadema de singular resplandor y sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes y muy brillantes, y en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que descubría el misterio de la encarnación a que se encaminaba su embajada, y todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la prudentísima Reina.
114. Todo este celestial ejército con su cabeza y príncipe San Gabriel encaminó su vuelo a Nazaret, ciudad de la provincia de Galilea, y a la morada de María Santísima, que era una casa humilde y su retrete un estrecho aposento desnudo de los adornos que usa el mundo, para desmentir sus vilezas y desnudez de mayores bienes. Era la divina Señora en esta ocasión de edad de catorce años, seis meses y diecisiete días, porque cumplió los años a ocho de septiembre, y los seis meses y diecisiete días corrían desde aquél hasta éste en que se obró el mayor de los misterios que Dios obró en el mundo.
115. La persona de esta divina Reina era dispuesta y de más altura que la común de aquella edad en otras mujeres, pero muy elegante del cuerpo, con suma proporción y perfección: el rostro más largo que redondo, pero gracioso, y no flaco ni grueso, el color claro y tantito moreno; la frente espaciosa con proporción; las cejas en arco perfectísimas; los ojos grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y columbino agrado, el color entre negro y verde oscuro; la nariz seguida y perfecta; la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo delgados ni gruesos; y toda ella en estos dones de naturaleza era tan proporcionada y hermosa que ninguna otra criatura humana lo fue tanto. El mirarla causaba a un mismo tiempo alegría y reverencia, afición y temor reverencial; atraía el corazón y le detenía en una suave veneración; movía para alabarla y enmudecía su grandeza y muchas gracias y perfecciones; y causaba en todos los que advertían divinos efectos que no se pueden fácilmente explicar; pero llenaba el corazón de celestiales influjos y movimientos divinos que encaminaban a Dios.
116. Su vestidura era humilde, pobre y limpia, de color plateado, oscuro o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesto y aliñado sin curiosidad, pero con suma modestia y honestidad. Cuando se acercaba la embajada del cielo, ignorándolo ella, estaba en altísima contemplación sobre los misterios que había renovado el Señor en ella con tan repetidos favores los nueve días antecedentes. Y por haberla asegurado el mismo Señor, como arriba dijimos (Cf. supra n.94), que su Unigénito descendería luego a tomar forma humana, estaba la gran Reina fervorosa y alegre en la fe de esta palabra y, renovando sus humildes y encendidos afectos, decía en su corazón: ¿Es posible que ha llegado el tiempo tan dichoso en que ha de bajar el Verbo del eterno Padre a nacer y conversar con los hombres (Bar., 3, 38), que le ha de tener el mundo en posesión, que le han de ver los mortales con ojos de carne, que ha de nacer aquella luz inaccesible, para iluminar a los que están poseídos de tinieblas? ¡Oh quién mereciera verle y conocerle! ¡Oh quién besara la tierra donde pusiera sus divinas plantas!
117. Alegraos, cielos, y consuélese la tierra (Sal., 95, 11), y todos eternamente le bendigan y alaben, pues ya su felicidad eterna está vecina. ¡Oh hijos de Adán afligidos por la culpa, pero hechuras de mi amado, luego levantaréis la cabeza y sacudiréis el yugo de vuestra antigua cautividad! Ya se acerca vuestra redención, ya viene vuestra salud. ¡Oh padres antiguos y profetas, con todos los justos que esperáis en el seno de Abrahán detenidos en el limbo, luego llegará vuestro consuelo, no tardará vuestro deseado y prometido Redentor! Todos le magnifiquemos y cantemos himnos de alabanza. ¡Oh quién fuera sierva de sus siervas! ¡Oh quién fuera esclava de aquella que Isaías (Is., 7, 14) le señaló por Madre! ¡Oh Emmanuel, Dios y hombre verdadero! ¡Oh llave de David, que has de franquear los cielos! ¡Oh Sabiduría eterna! ¡Oh Legislador de la nueva Iglesia! Ven, ven, Señor, a nosotros y libra de la cautividad a tu pueblo, vea toda carne tu salud (Cf. las antífonas mayores, llamadas de la Oh, y el oficio litúrgico del Adviento).
118. En estas peticiones y operaciones, y muchas que no alcanza mi lengua a explicar, estaba María Santísima en la hora que llegó el Ángel San Gabriel. Estaba purísima en el alma, perfectísima en el cuerpo, nobilísima en los pensamientos, eminentísima en santidad, llena de gracias y toda divinizada y agradable a los ojos de Dios, que pudo ser digna Madre suya y eficaz instrumento para sacarle del seno del Padre y traerle a su virginal vientre. Ella fue el poderoso medio de nuestra redención y se la debemos por muchos títulos, y por esto merece que todas las naciones y generaciones la bendigan y eternamente la alaben (Lc., 1, 48). Lo que sucedió con la entrada del embajador celestial diré en el capítulo siguiente:
119. Sólo advierto ahora una cosa digna do admiración, que para recibir la anunciación del Santo Arcángel y para el efecto de tan alto misterio como se había de obrar en esta divina Señora, la dejó Su Majestad en el ser y estado común de las virtudes que dije en la primera parte (Cf. supra p. I n. 677-717). Y esto dispuso el Altísimo porque este misterio se había de obrar como sacramento de fe, interviniendo las operaciones de esta virtud con las de la esperanza y caridad, y así la dejó el Señor en ellas para que creyese y esperase en las Divinas palabras. Y precediendo estos actos se siguió lo que luego diré con la cortedad de mis términos y limitadas razones; y la grandeza de los sacramentos me hace más pobre de ellas para explicarlos.

Doctrina de la Reina y Señora del cielo.

120. Hija mía, con especial afecto te manifiesto ahora mi voluntad y el deseo que tengo de que te hagas digna del trato íntimo y familiar con Dios, y que para esto te dispongas con gran desvelo y solicitud, llorando tus culpas y olvidando y negando todo lo visible, de suerte que para ti no imagines ya otra cosa fuera de Dios. Para esto te conviene poner en ejecución toda la doctrina que hasta ahora te he enseñado, y en lo que adelante hubieres de escribir te manifestaré. Yo te encaminaré y guiaré para cómo te has de gobernar en esta familiaridad y trato con los favores que de su dignación recibieres, concibiéndole en tu pecho por la fe, por la luz y gracia que te diere. Y si primero no te dispones con esta amonestación, no alcanzarás el cumplimiento de tus deseos, ni yo el fruto de mi doctrina que te doy como tu maestra.
121. Pues hallaste sin merecerlo el tesoro escondido y la preciosa margarita (Mt., 13, 44-46) de mi enseñanza y doctrina, desprecia cuanto pudieras poseer, para apropiarte sola esta prenda de inestimable precio; que con ella recibirás todos los bienes juntos y te harás digna de la amistad íntima del Señor y de su habitación eterna en tu corazón. En reca mbio de esta gran dicha, quiero
mueras a todo lo terreno y ofrezcas tu voluntad deshecha en afectos de agradecido amor, y que a imitación mía de tal manera seas humilde, que de tu parte quedes persuadida y reconocida que nada vales, ni puedes, ni mereces, ni eres digna de ser admitida por esclava de las siervas de Cristo.
122. Advierte qué lejos estaba yo de imaginar la dignidad que el Altísimo me prevenía de Madre suya; y esto era en ocasión que ya me había prometido la brevedad de su venida al mundo y me obligaba a desearla con tantos afectos de amor, que el día antes de este maravilloso sacramento me pareció hubiera muerto, resuelto mi corazón en estas congojas amorosas, si la Divina Providencia no me confortara. Dilataba mi espíritu con la seguridad de que luego descendería del Cielo el Unigénito del Eterno Padre, y por otra parte mi humildad me inclinaba a pensar si por vivir yo en el mundo se retardaría su venida. Considera, pues, carísima, el sacramento de mi pecho y qué ejemplar es éste para ti y para todos los mortales. Y porque es dificultoso que recibas y escribas tan alta sabiduría, mírame en el Señor, donde a su Divina luz meditarás y entenderás mis acciones perfectísimas; sígueme por su imitación y camina por mis huellas.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #83

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