Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Prosiguen las jornadas Jesús, María y José de la ciudad de Gaza hasta Heliópolis de Egipto.

INDICE   Libro  4   Capítulo  23    Versos:  630-640


630. El día tercero después que nuestros peregrinos llegaron a Gaza partieron de aquella ciudad para Egipto y dejando luego los poblados de Palestina se metieron en los desiertos arenosos que se llaman de Bersabé, encaminándose por espacio de sesenta leguas y más de despoblados para llegar a tomar asiento en la ciudad de Heliópolis, que ahora se llama El Cairo de Egipto. En este desierto peregrinaron algunos días, porque las jornadas eran cortas, así por la descomodidad del camino tan arenoso como por el trabajo que padecieron con la falta de abrigo y de sustento. Y porque fueron muchos los sucesos que en esta soledad tuvieron diré algunos de donde se entenderán otros, porque todos no es necesario referirlos. Y para conocer lo mucho que padecieron María y José y también el infante Jesús en esta peregrinación, se debe suponer que dio lugar el Altísimo para que su Unigénito humanado con su Madre santísima y San José sintiesen las molestias y penalidades de este destierro. Y aunque la divina Señora las padecía con pacificación, pero se afligió mucho sin perderla, y lo mismo respectivamente su fidelísimo esposo, porque entrambos padecieron muchas incomodidades y molestias en sus personas, y mayores en el corazón de la Madre por las de su Hijo y de José, y él por las del Niño y de la esposa y que no podía remediarlos con su diligencia y trabajo.
631. Era forzoso en aquel desierto pasar las noches al sereno y sin abrigo en todas las sesenta leguas de despoblado, y esto en tiempo de invierno, porque la jornada sucedió en el mes de febrero, comenzándola seis días después de la purificación, como se infiere de lo que dije en el capítulo pasado (Cf. supra n. 909, 613). La primera noche que se hallaron solos en aquellos campos se arrimaron a la falda de un montecilio, que fue sólo el recurso que tuvieron, y la Reina del cielo con su niño en los brazos se sentó en la tierra y allí tomaron algún aliento y cenaron de lo que llevaban desde Gaza; y la Emperatriz del cielo dio el pecho a su infante Jesús y Su Majestad con semblante apacible consoló a la Madre y su esposo; cuya diligencia con su propia capa y unos palos formó un tabernáculo o pabellón para que el Verbo divino y María santísima se defendiesen algo del sereno, abrigándolos con aquella tienda de campo tan estrecha y humilde; y la misma noche los diez mil Ángeles que con admiración asistían a los peregrinos del mundo hicieron cuerpo de guardia a su Rey y Reina, cogiéndolos en medio de una rueda o circuito que formaron en cuerpo visible humano. Conoció la gran Señora que su Hijo santísimo ofrecía al Padre eterno aquel desamparo y trabajos y los de la misma Madre y San José, y en esta ocasión y los demás actos que aquella alma deificada hacía le acompañó la Reina lo más de la noche, y el Niño Dios durmió un poco en sus brazos, pero ella siempre estuvo en vela y coloquios divinos con el Altísimo y con los Ángeles; y el Santo José se recostó en la tierra, la cabeza sobre la arquilla de las mantillas y pobre ropa que llevaban.
632. Prosiguieron el día siguiente su camino y luego les faltó en el viaje la prevención de pan y algunas frutas que llevaban, con que la Señora del cielo y tierra y su santo esposo llegaron a padecer grande y extrema necesidad y a sentir el hambre, y aunque la padeció mayor San José, pero entrambos la sintieron con harta aflicción. Un día sucedió, a las primeras jornadas, que pasaron hasta las nueve de la noche sin haber tomado cosa alguna de sustento, aun de aquel pobre y grosero mantenimiento que comían y después del trabajo y molestia del camino cuando necesitaba más la naturaleza de ser refrigerada, y como no se podía suplir esta necesidad con ninguna diligencia humana, la divina Señora convertida al Altísimo dijo: Dios eterno, grande y poderoso, yo os doy gracias y bendigo por las magníficas obras de vuestro beneplácito y porque sin merecerlo yo por sola vuestra dignación me disteis el ser, vida y con ella me habéis conservado y levantado, siendo polvo e inútil criatura. No he dado por estos beneficios el digno retorno, pues ¿cómo pediré para mí lo que no puedo recompensar? Pero, Señor y Padre mío, mirad a vuestro Unigénito y concededme con qué le alimente la vida natural y también la de mi esposo, para que con ella sirva a Vuestra Majestad y yo a vuestra Palabra hecha carne (Jn 1, 14) por la salvación humana.
633. Para que estos clamores de la dulcísima Madre naciesen de mayor tribulación, dio lugar el Altísimo a los elementos para que con sus inclemencias los afligiesen sobre el hambre, cansancio y desamparo, porque se levantó un temporal de agua y vientos muy destemplados que los cegaba y fatigaba mucho. Este trabajo afligió más a la piadosa y amorosa Madre por el cuidado del Niño Dios, tan delicado y tierno, que aún no tenía cincuenta días, y aunque le cubrió y abrigó cuanto pudo, pero no bastó para que como verdadero hombre no sintiese la inclemencia y rigor del tiempo, manifestándolo con llorar y tiritar de frío (por los pecados de los hombre y para su salvación), como lo hicieran los demás niños hombres puros. Entonces la cuidadosa Madre, usando del poder de Reina y Señora de las criaturas, mandó con imperio a los elementos que no ofendiesen a su mismo Criador, sino que le sirviesen de abrigo y refrigerio y que con ella ejecutasen el rigor. Sucedió así, como en las ocasiones que arriba dije (Cf. supra n. 543, 544, 590) del nacimiento y camino de Jerusalén, porque luego se templó el viento y cesó la cellisca sin llegar a donde estaban Hijo y Madre. Y en retorno de este amoroso cuidado, el infante Jesús mandó a sus Ángeles que diesen a su amantísima Madre y la sirviesen de cortina, que la abrigasen del rigor de los elementos. Hiciéronlo al punto, y formando un globo de resplandor muy denso y hermoso por extremo, encerraron en él a su Dios humanado y a la Madre y esposo, dejándolos más guarnecidos y defendidos que estuvieran con los palacios y paños ricos de los poderosos del mundo; y esto mismo hicieron otras veces en aquel desierto.
634. Pero faltábales la comida y afligíales la necesidad que con humana industria era irreparable, y dejándolos llegar el Señor a este punto e inclinado a las peticiones justas de su esposa, los proveyó por mano de los mismos Ángeles, porque luego les trajeron pan suavísimo y frutas muy hermosas y sazonadas y a más de esto un licor dulcísimo, y los mismos Ángeles se lo administraron y sirvieron. Y después todos juntos hacían cánticos de gracias y alabando al Señor que da alimento a toda carne (Sal 135, 25) en tiempo que sea oportuno, para que los pobres coman y sean saciados (Sal 21, 27), porque sus ojos y esperanzas están puestas en su real Providencia y largueza (Sal 144, 15). Estos fueron los platos delicados con que regaló el Señor desde su mesa a sus tres Peregrinos y desterrados en el desierto de Bersabé (3 Re 19, 3), que fue el mismo donde Elias huyendo de Jezabel fue confortado con el subcinericio pan que le dio el Ángel del Señor para llegar hasta el monte Horeb. Pero ni este pan, ni el que antes le habían servido milagrosamente los cuervos con carnes que comiese a la mañana y a la tarde en el torrente de Carit, ni el maná que llovió del cielo a los israelitas (Ex 16, 13), aunque se llamaba pan de ángeles y llovido del cielo; ni las codornices que las trajo el viento áfrico, ni el pabellón de nube (Num 10, 34) con que eran refrigerados, ninguno de estos alimentos y beneficios se puede comparar con lo que hizo el Señor en este viaje con su Unigénito humanado, con la divina Madre y su esposo. No eran estos favores para alimentar a un profeta y pueblo ingrato y tan mal mirado, mas para dar vida y alimento al mismo Dios hecho hombre y a su verdadera Madre y para conservar la vida natural de donde estaba pendiente la eterna de todo el linaje humano. Y si este manjar divino era conforme a la excelencia de los convidados, así también el agradecimiento y correspondencia era excesiva y muy según la grandeza del beneficio. Y para que fuese todo más oportuno, siempre consentía el Señor que la necesidad llegase al extremo y que ella misma pidiese el socorro del cielo.
635. Alégrense con este ejemplo los pobres y no desmayen los hambrientos, esperen los desamparados, y nadie se querelle de la divina Providencia por afligido y menesteroso que se halle. ¿Cuándo faltó el Señor a quien espera en él? ¿Cuándo volvió su paternal rostro a los hijos contristados y pobres? Hermanos somos de su Unigénito humanado, hijos y herederos de sus bienes y también hijos de su Madre piadosísima. Pues, ¡oh hijos de Dios y de María santísima!, ¿cómo desconfiáis de tales Padres en vuestra pobreza? ¿Por qué les negáis a ellos esta gloria y a vosotros el derecho de que os alimenten y socorran? Llegad, llegad con humildad y confianza, que los ojos de vuestros Padres os miran, sus oídos oyen el clamor de vuestra necesidad y las manos de esta Señora están extendidas al pobre y sus palmas abiertas al necesitado (Prov 31, 20). Y vosotros, ricos de este siglo, ¿por qué o cómo confiáis en solas vuestras inciertas riquezas (1 Tim 6, 17), con peligro de desfallecer en la fe y granjeando de contado gravísimos cuidados y dolores, como os amenaza el Apóstol? No confesáis ni profesáis en la codicia ser hijos de Dios y de su Madre, antes lo negáis con las obras y os reputáis por espurios o hijos de otros padres, porque el verdadero y legítimo sólo sabe confiar en el cuidado y amor de sus padres verdaderos y les agravia si pone su esperanza en otros, no sólo extraños pero enemigos. Esta verdad me enseña la divina luz y me compele la caridad a decirla.
636. No sólo cuidaba el altísimo Padre de alimentar a nuestros peregrinos, pero también de recrearlos visiblemente para alivio de la molestia del camino y prolija soledad. Y sucedía algunas veces, que llegando la divina Madre a descansar y sentarse en el suelo con su infante Dios, venían de las montañas a ella mucho número de aves, como en otra ocasión dije (Cf. supra n. 185), y con suavidad de gorjeos y variedad de sus plumas la entretenían y recreaban y se le ponían en los hombros y en las manos, para regalarse con ella. Y la prudentísima Reina las admitía y convidaba, mandándoles que reconociesen a su Criador y le hiciesen cánticos y reverencia en agradecimiento de que les había criado tan hermosas y vestidas de plumas para gozar del aire y de la tierra y con sus frutos las daba cada día su vida y conservación con el alimento necesario. A todo esto obedecían las aves con movimientos y cánticos dulcísimos, y con otros más dulces y sonoros para el infante Jesús le hablaba la amorosa Madre, alabándole, bendiciéndole y reconociéndole por su Dios y por su Hijo y Autor de todas las maravillas. A estos coloquios tan llenos de suavidad ayudaban también los Santos Ángeles, alternando con la gran Señora y con aquellas simples avecillas, y todo hacía una armonía más espiritual que sensible, de admirable consonancia para la criatura racional.
637. Otras veces la divina Princesa hablaba con el niño y le decía: Amor mío y lumbre de mi alma, ¿cómo aliviaré yo vuestro trabajo? ¿Cómo excusaré vuestra molestia? Y ¿cómo haré que no sea penoso para vos este camino tan pesado? ¡Oh quién os llevara no en los brazos, sino en mi pecho y de él pudiera hacer blando lecho en que sin molestia fuerais reclinado!—Respondía el dulcísimo Jesús: Madre mía querida, muy aliviado voy en vuestros brazos, descansado en vuestro pecho, gustoso con vuestros afectos y regalado con vuestras palabras.
Otras veces, Hijo y Madre se hablaban con el interior y se respondían, y estos coloquios eran tan altos y divinos que no caben en nuestras palabras. Al santo esposo José le alcanzaban muchos de estos misterios y consuelos, con que se le hacía fácil el camino y olvidaba sus molestias y sentía la suavidad y dulzura de su deseable compañía, aunque no sabía ni oía que el Niño hablaba sensiblemente con la Madre, porque este favor era para ella sola por entonces, como dije arriba (Cf. supra n. 577), y en este modo prosiguieron nuestros desterrados su camino para Egipto.

Doctrina de la Reina del cielo María santísima Señora nuestra.

638. Hija mía, así como los que conocen al Señor saben esperar en él (Sal 9, 11), así los que no esperan en su bondad y amor inmenso no tienen perfecto conocimiento de Su Majestad, y al defecto de la fe y esperanza se sigue el no amarle y luego poner el amor donde está la confianza, muy alto concepto y estimación. Y en este error consiste todo el daño y ruina de los mortales, porque de la bondad infinita que les dio el ser y conservación hacen tan bajo concepto, que por esto no saben poner en Dios toda su confianza, y desfalleciendo en ella falta el amor que le debían y le convierten a las criaturas y confían y aprecian en ellas lo que apetecen, que es el poder, las riquezas, el fausto y la vanidad (y placeres pecaminosos). Y aunque los fieles pueden ocurrir a este daño con la fe y esperanza infusa, pero todos las dejan muertas y ociosas y sin usar de ellas se abaten a las cosas bajas: y unos esperan en las riquezas, si las tienen; otros las codician, si no las poseen; otros las procuran por camino y medios muy perversos; otros confían en los poderosos y los lisonjean y aplauden; con que vienen a ser muy pocos los que le quedan al Señor que le merezcan su cuidadosa Providencia y se fíen de ella y le conozcan por Padre que cuida de sus hijos y los alimenta y conserva, sin desamparar a ninguno en la necesidad.
639. Este engaño tenebroso ha dado al mundo tantos amadores y le ha llenado de avaricia y concupiscencia contra la voluntad y gusto del Criador y ha hecho desatinar a los hombres en lo mismo que desean o lo menos debían desear; porque todos comúnmente confiesan que desean las riquezas y bienes temporales para remediar su necesidad, y dicen esto porque no debían desear otra cosa, pero en hecho de verdad mienten muchos porque apetecen lo superfluo y no necesario, para que sirva no a la natural necesidad, sino a la soberbia del mundo. Pero si desearan los hombres sólo aquello que con verdad necesitan, fuera desatino poner su confianza en las criaturas y no en Dios, que con infalible Providencia acude hasta a los polluelos de los cuervos (Sal 149,9), como si sus claznidos fueran voces que llaman a su Criador. Con esta seguridad no pude yo temer en mi destierro y larga peregrinación, y porque fiaba del Señor acudía su providencia en el tiempo del aprieto. Y tú, hija mía, que conoces esta gran providencia, no te aflijas sin modo en las necesidades, ni faltes a tus obligaciones por buscar medios para socorrerles, ni confíes en diligencias humanas ni en criaturas, pues habiendo hecho lo que te toca, el medio eficaz es fiar del Señor, sin turbarte ni alterarte y esperar con paciencia, aunque se dilate algo el remedio, que siempre llegará en el tiempo más conveniente y oportuno (Sal 144, 15) y cuando más se manifieste el paternal amor del Señor; como sucedió conmigo y mi esposo en nuestra necesidad y pobreza.
640. Los que no sufren con paciencia y no quieren padecer necesidad y los que se convierten a cisternas disipadas (Jer 2, 13) confiando en la mentira y en los poderosos, los que no se satisfacen con lo moderado y apetecen con ardiente codicia lo que no han menester para la vida y los que tenazmente guardan lo que tienen para que no les falte, negando a los pobres la limosna que se les debe, todos éstos pueden temer con razón que les faltará aquello que no pueden aguardar de la Providencia divina, si ella fuera tan escasa en dar como ellos en esperar y en dar por su amor al necesitado; pero el Padre verdadero, que está en los cielos, hace que nazca el sol sobre los justos e injustos y da la lluvia sobre los buenos y los malos (Mt 5, 45) y acude a todos dándoles vida y alimento. Pero así como los beneficios son comunes a buenos y malos, así el dar mayores bienes temporales a unos y negarlos a otros no es regla del amor que Dios les tiene, porque antes quiere pobres a los escogidos y predestinados (Sant 2, 5): lo uno, porque adquieran mayores merecimientos y premios; lo otro, porque no se enreden con el amor de los bienes temporales, porque son pocos los que saben usar bien de ellos y poseerlos sin desordenada codicia. Y aunque no teníamos este peligro mi Hijo santísimo y yo, pero quiso Su Majestad con el ejemplo enseñar a los hombres esta divina ciencia en que les va la vida eterna.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #124

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