Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Viste la Madre santísima al infante Jesús la túnica inconsútil y le calza, y las acciones y ejercicios que el mismo Señor hacía.

INDICE   Libro  4   Capítulo  29    Versos:  691-701


691. Para vestir al Niño Dios la tunicela tejida con los paños y sandalias que la Madre misma había trabajado con sus manos, se puso la prudentísima Señora arrodillada en presencia de su dulcísimo Hijo y le habló de esta manera: Señor altísimo, Criador de los cielos y de la tierra, yo deseaba vestiros, si fuera posible, según la dignidad de vuestra divina persona; también quisiera yo poder haber hecho el vestido que os traigo de la sangre de mi corazón, pero juzgo será de vuestro agrado por lo que tiene de pobre y humilde. Perdonad, Señor y Dueño mío, las faltas y recibid el afecto de este inútil polvo y ceniza y dadme licencia para que os le vista.—Admitió el infante Jesús el servicio y obsequio de su purísima Madre, y luego ella le vistió y le calzó y le puso en pie. La tunicela le vino a su medida hasta cubrirle el pie sin arrastrarle y las mangas le cubrían hasta la mitad de las manos, y de nada se tomó antes medida. El cuello de la túnica era redondo, sin estar abierto por delante, y algo levantado y ajustado casi a la garganta, y con ser así se le vistió su divina Madre por la cabeza del Niño sin abrirle, porque la obedecía el vestido para acomodarle graciosamente a su voluntad. Y jamás se le quitó hasta que los sayones le desnudaron para azotarle y después para crucificarle, porque siempre fue creciendo con el sagrado cuerpo todo lo que era necesario. Lo mismo sucedió de las sandalias y de los paños interiores que le puso la advertida Madre. Y nada se gastó ni envejeció en treinta y dos años: ni la túnica perdió el color y lustre con que la sacó de sus manos la gran Señora y mucho menos se manchó ni sucio, porque siempre estuvo en un mismo ser. Y las vestiduras que depuso el Redentor del mundo (Jn 13, 4) para lavar los pies a sus Apóstoles, era un manto o capa que llevaba sobre los hombros, y éste le hizo también la misma Virgen después que volvieron a Nazaret, y fue creciendo como la túnica, y del mismo color, algo más oscuro, tejido de aquel modo.
692. Quedó en pie el infante y Señor de las eternidades, que desde su nacimiento había estado envuelto en pañales y de ordinario en los brazos de su Madre santísima. Pareció hermosísimo sobre los hijos de los hombres (Sal 44, 3). Y los Ángeles se admiraron de la elección que hizo de tan humilde y pobre traje el que viste a los cielos de luz y a los campos de hermosura. Anduvo luego por sus pies perfectamente en presencia de sus padres, porque con los de fuera se disimuló algún tiempo esta maravilla, recibiéndole la Reina en sus brazos cuando concurrían los extraños y de fuera de su casa. Fue incomparable el júbilo de la divina Señora y del santo esposo José viendo a su infante andar en pie y de tan rara hermosura. Recibió el pecho de su Madre purísima hasta cumplir año y medio y le dejó, y en lo restante comió siempre poco en la cantidad y en la calidad. Su comida era al principio unas sopillas en aceite y frutas o pescado, y hasta que fue creciendo le daba la Virgen Madre tres veces de comer, como antes la leche, a la mañana, tarde y a la noche. Jamás el Niño Dios lo pidió, pero la amorosa Madre cuidaba con rara advertencia de darle a sus tiempos la comida, hasta que ya crecido comía a las mismas horas que los divinos esposos y no más. Así perseveró hasta la edad perfecta, de que hablaré adelante. Y cuando comía con sus padres, siempre aguardaban que el Niño divino diese la bendición al principio y las gracias al fin de la comida.
693. Después que el infante Jesús andaba por sí mismo, comenzó a retirarse y estar solo algunos ratos en el oratorio de su Madre. Y deseando la prudentísima Señora saber la voluntad de su Hijo santísimo en estar solo o con ella, la respondió el mismo Señor al pensamiento y la dijo: Madre mía, entrad y estad conmigo siempre, para que me imitéis y copiéis respectivamente mis obras, porque en vos quiero que se ejecute y estampe la alta perfección que he deseado para las almas. Porque si ellas no hubieran resistido a mi primera voluntad de que fueran llenas de santidad y dones, los recibieran copiosísimos y abundantes, pero habiéndolo impedido el linaje humano, quiero que en vos sola se cumpla todo mi beneplácito y se depositen en vuestra alma los tesoros y bienes de mi diestra, que las demás criaturas han malogrado y perdido. Atended, pues, a mis obras, para imitarme en ellas.
694. Con este orden se constituyó de nuevo la divina Señora por discípula de su Hijo santísimo, y desde entonces entre los dos pasaron tantos y tan ocultos misterios, que ni es posible decirlos ni se conocerán hasta el día de la eternidad. Postrábase muchas veces en tierra el Niño Dios, otras se ponía en el aire en cruz levantado del suelo y siempre oraba al Padre por la salvación de los mortales. Y en todo le seguía y le imitaba su amantísima Madre, porque le eran manifiestas las operaciones interiores del alma santísima de su dulcísimo Hijo como las exteriores del cuerpo. De esta ciencia y conocimiento de María purísima he hablado algunas veces en esta Historia (Cf. supra n. 481, 534,546) y es fuerza renovar su memoria muchas veces, porque ésta fue la luz y ejemplar por donde copió su santidad, y fue tan singular beneficio para Su Alteza, que no le pueden comprender ni manifestar todas juntas las criaturas. No siempre tenía la gran Señora visiones de la divinidad, pero siempre la tuvo de la humanidad y alma santísima de su Hijo y de todas sus obras, y por especial modo miraba los efectos que resultaban en ella de las uniones hipostática y beatífica. Aunque en sustancia no siempre veía la gloria ni la unión, pero conocía los actos interiores con que la humanidad reverenciaba, magnificaba y amaba a la divinidad a que estaba unida; y este favor fue singular en la Madre Virgen.
695. En estos ejercicios (Cf. infra n. 848, 912) sucedía muchas veces que el infante Jesús, a vista de su Madre santísima, lloraba y sudaba sangre —que antes del huerto sudó muchas veces— y la divina Señora le limpiaba el rostro; y en su interior miraba y conocía la causa de aquella congoja, que siempre era la perdición de los prescitos, ingratos a los beneficios de su Criador y Reparador, y por haberse de malograr en ellos las obras del poder y bondad infinita del Señor. Otras veces le hallaba su Madre felicísima todo refulgente y lleno de resplandor y que los Ángeles le cantaban dulces cánticos de alabanza, y conocía también que el eterno Padre se complacía de su Hijo único y dilecto (Mt 17, 5). Todas estas maravillas comenzaron desde que el Niño Dios estuvo en pie cumplido un año de edad, y de todas fue testigo sola su Madre santísima, en cuyo corazón se habían de depositar (Lc 2, 19) como en la que sola era única y escogida para su Hijo y Criador. Las obras con que acompañaba al infante Jesús, de amor, de alabanza, reverencia y gratitud, las peticiones que hacía por el linaje humano, todo excede a mi capacidad para decir lo que conozco; remítome a la fe y piedad cristiana.
696. Crecía el infante Jesús con admiración y agrado de todos los que le conocían; y llegando a tocar en los seis años comenzó a salir de su casa algunas veces para ir a los enfermos y hospitales, donde visitaba a los necesitados y misteriosamente los consolaba y confortaba en sus trabajos. Conocíanle muchos en Heliópolis; y con la fuerza de su divinidad y santidad atraía a sí los corazones de todos, y muchas personas le ofrecían algunas dádivas y según las razones y motivos que con su ciencia conocía las recibía, o despedía, y dispensaba entre los pobres. Pero con la admiración que causaban sus razones llenas de sabiduría y su compostura modestísima y grave, iban muchos a dar el parabién y bendiciones a sus padres de que tenían tal Hijo. Y aunque todo esto era ignorando el mundo los misterios y dignidad de Hijo y Madre, con todo eso daba lugar el Señor del mundo, como honrador de su Madre santísima, para que la venerasen en él y por él en cuanto era posible entonces, sin conocer los hombres la razón particular de darle la mayor reverencia.
697. Muchos niños de Heliópolis se llegaban a nuestro infante Jesús, como es ordinario en la igual edad y similitud exterior. Y como en ellos no había discurso ni malicia grande para inquirir ni juzgar si era más que hombre ni impedir la luz, dábasela el Maestro de la verdad a todos los que convenía y los informaba de la noticia de la divinidad y de las virtudes, los doctrinaba y catequizaba en el camino de la vida eterna más abundantemente que a los mayores. Y como sus palabras eran vivas y eficaces (Heb 4, 12), los atraía y movía, imprimiéndolas en sus corazones de manera que cuantos tuvieron esta dicha fueron después grandes varones y santos, porque con el tiempo dieron el fruto de aquella celestial semilla sembrada tan temprano en sus almas.
698. De todas estas obras admirables tenía noticia la divina Madre; y cuando su Hijo santísimo venía de hacer la voluntad de su eterno Padre, mirando por las ovejas que le encomendó, estando a solas se postraba la Reina de los Ángeles en tierra, para darle gracias por los beneficios que hacía a los párvulos e inocentes que no le conocían por su Dios verdadero, y le besaba el pie como a Pontífice sumo de los cielos y de la tierra. Y lo mismo hacía cuando el niño salía fuera, y Su Majestad la levantaba del suelo con agrado y benevolencia de Hijo. Pedíale también la Madre su bendición para todas las obras que hacía, y jamás perdía ocasión en que no ejercitase todos los actos de virtud con el afecto y fuerza de la gracia. Nunca la tuvo vacía, sino que obró con toda plenitud, aumentando la que la daban. Buscaba muchos modos y medios para humillarse esta gran Señora, adorando al Verbo humanado con genuflexiones profundísimas, postraciones afectuosas y otras ceremonias llenas de santidad y prudencia. Y esto fue con tal sabiduría, que causaba admiración a los mismos Ángeles que la asistían, y unos a otros, alternando divinas alabanzas, se decían: ¿Quién es esta pura criatura tan afluente de delicias (Cant 8, 5) para nuestro Criador y su Hijo? ¿Quién es esta tan advertida y sabia en dar honra y reverencia al Altísimo, que en su atención y presteza se nos adelanta a todos con afecto incomparable?
699. En el trato y conversación de sus padres, después que comenzó a crecer y andar este admirable y hermoso Niño, guardaba más severidad que siendo de menos edad y cesaron las caricias más tiernas, aunque siempre habían sido con la medida que arriba se dijo, porque en su semblante mostraba tanta majestad de su oculta deidad, que si no la templara con alguna suavidad y agrado muchas veces causara tan gran temor reverencial que no se atrevieran a hablarle. Pero con su vista sentía la divina Madre y también San José eficaces y divinos efectos, en que se manifestaba la fuerza de la divinidad y su poder y asimismo que era Padre benigno y piado sísimo. Junto con esta grave majestad y magnificencia se mostraba Hijo de la divina Madre, y a San José le trataba como a quien tenía este nombre y oficio; así los obedecía (Lc 2, 51) como hijo humildísimo a sus padres. Y todos estos oficios y acciones de severidad y obediencia, majestad y humildad, gravedad divina y apacibilidad humana las dispensaba el Verbo Encarnado con sabiduría infinita, dando a cada uno lo que pedía, sin que se confundiesen ni encontrasen la grandeza con la pequeñez. Y la celestial Señora estaba atentísima a todos estos sacramentos y sola ella penetraba alta y dignamente —lo que a pura criatura era posible— las obras de su Hijo santísimo y el modo que en ellas tenía su inmensa sabiduría. Y sería intentar un imposible querer con palabras declarar los efectos que todo esto hacía en su purísimo y prudentísimo espíritu y cómo imitaba a su dulcísimo Hijo copiando en sí misma una viva imagen de su inefable santidad. Las almas que se redujeron y salvaron en Heliópolis y en todo Egipto, los enfermos que curaron, las maravillas que obraron en siete años que fueron sus moradores, no se pueden reducir a número; tan dichosa culpa fue la crueldad de Herodes para Egipto; y tanta es la fuerza de la bondad y sabiduría infinita, que los mismos males y pecados ordena a grandes bienes y los saca de ellos, y si en una parte le arrojan y cierran la puerta para sus misericordias, llama en otras y hace que se las abran y le den entrada, porque la propensión que tiene a favorecer al linaje humano y su ardiente caridad no la pueden extinguir las muchas aguas de nuestras culpas e ingratitudes (Cant 8, 7).

Doctrina que me dio la Reina de los cielos María santísima.

700. Hija mía, desde el primer mandato que tuviste de escribir esta Historia de mi vida, has conocido que entre otros fines del Señor, uno es dar a conocer al mundo lo que deben los mortales a su divino amor y al mío, de que viven tan insensibles y olvidados. Verdad es que todo se comprende y manifiesta en haberlos amado hasta morir en cruz por ellos, que fue el último término a que pudieron llegar los efectos de su inmensa caridad, pero a muchos ingratísimos les da hastío la memoria de este beneficio y para ellos y para todos sería nuevo incentivo y estímulo conocer algo de lo que hizo Su Majestad por ellos en treinta y tres años, pues cualquiera de sus obras fue de infinito aprecio y merece agradecimiento eterno. A mí me puso el poder divino por testigo de todo, y te aseguro, carísima, que desde el primer instante que fue concebido en mi vientre no descansó ni cesó de clamar al Padre y pedir por la salvación de los hombres. Y desde allí comenzó a abrazar la cruz, no sólo con el afecto, sino también con efecto en el modo que era posible, usando de la postura de crucificado en su niñez, y estos ejercicios continuó por toda la vida. Y en ellos le imité yo, acompañándole en las obras y peticiones que hacía por los hombres, después del primer acto que hizo de agradecer los beneficios de su humanidad santísima.
701. Vean ahora los mortales si yo, que fui testigo y cooperadora de su salud, lo seré también en el día del juicio de cuan bien justificada tiene Dios su causa con ellos, y si justísimamente les negaré mi intercesión a los que han despreciado y olvidado estultamente tantos y tan suficientes favores y beneficios, efectos del divino amor de mi Hijo santísimo y mío. ¿Qué respuesta, qué descargo, qué disculpa tendrán estando tan advertidos, amonestados e ilustrados de la verdad? ¿Cómo los ingratos y pertinaces han de esperar misericordia de un Dios justísimo y rectísimo, que les dio tiempo determinado y oportuno y en él los convidó, llamó, esperó y favoreció con inmensos beneficios, y todos los malograron y perdieron por seguir la vanidad? Teme, hija mía, este mayor de los peligros y ceguedades y renueva en tu memoria las obras de mi Hijo santísimo y las mías y con todo fervor las imita y continúa los ejercicios de la cruz con orden de la obediencia, para que tengas en ellos presentes lo que debes imitar y agradecer. Pero advierte que mi Hijo y Señor pudo, sin tanto padecer, redimir al linaje humano y quiso acrecentar sus penas con inmenso amor de las almas. La correspondencia debida a tal dignación ha de ser no contentarse la criatura con poco, como lo hacen de ordinario los hombres con infeliz ignorancia; añade tú una virtud y trabajo a otros, para que correspondas a tu obligación y acompañes a mi Señor y a mí en lo que trabajamos en el mundo, y todo lo ofrece por las almas, juntándolo con sus merecimientos en la presencia del Padre eterno.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #130

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