Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Después de tres días hallan María santísima y San José al infante Jesús en el Templo disputando con los doctores.

INDICE   Libro  5   Capítulo  5    Versos:  758-774


758. En el capítulo pasado (Cf. supra n. 747) queda respondido en parte a la duda que algunos podían tener cómo nuestra divina Reina y Señora, siendo tan advertida y diligente en acompañar y servir a su Hijo santísimo, le perdió de vista para que se quedase en Jerusalén. Y aunque bastaba por respuesta saber que así lo pudo disponer el mismo Señor, pero con todo eso diré aquí más del modo como sucedió, sin descuido o inadvertencia voluntaria de la amorosa Madre. Cierto es que, a más de valerse para esto el Niño Dios del concurso de la gente, usó de otro medio sobrenatural que era casi necesario para divertir la atención de su cuidadosa Madre y compañera, porque sin este medio no dejara ella de atender a que se le apartaba el Sol que la guiaba en todos sus caminos. Sucedió que, al dividirse los varones de las mujeres, como queda dicho, el poderoso Señor infundió en su divina Madre una visión intelectual de la divinidad, con que la fuerza de aquel altísimo objeto la llamó y llevó toda al interior, y quedó tan abstraída, enardecida y llevada de los sentidos, que sólo pudo usar de ellos para proseguir el camino por grande espacio, y en lo demás quedó toda embriagada en la suavidad de la divina consolación y vista del Señor. San José tuvo la causa que ya dije (Cf. supra n. 747), aunque también fue llevado su interior con otra altísima contemplación que hizo más fácil y misterioso el engaño de que el Niño iba con su Madre. Y por este modo se ausentó de los dos, quedándose en Jerusalén; y cuando a largo rato advirtió y se halló sola la Reina y sin su Hijo santísimo, sospechó estaba con su Padre putativo.
759. Sucedió esto muy cerca de las puertas de la ciudad, a donde se volvió luego el Niño Dios discurriendo por las calles; y mirando con la vista de su divina ciencia todo lo que en ellas le había de suceder, lo ofreció a su Eterno Padre por la salud de las almas. Pidió limosna aquellos tres días para calificar desde entonces a la humilde mendicación como primogénita de la santa pobreza. Visitó los hospitales de los pobres y consolándolos a todos partió con ellos las limosnas que había recibido, y dio salud ocultamente a algunos enfermos del cuerpo y a muchos de las almas, ilustrándolos interiormente y reduciéndolos al camino de la vida eterna. Y con algunos de los bienhechores que le dieron limosna, hizo estas maravillas con mayor abundancia de gracia y luz, para comenzar a cumplir desde luego la promesa que después había de hacer a su Iglesia: que quien recibe al justo y al profeta en nombre de profeta, recibirá merced y premio de justo (Mt 10, 41).
760. Habiéndose ocupado en estas y otras obras de la voluntad del Eterno Padre, fue al Templo. Y el día que dice el Evangelista San Lucas (Lc 2, 46), se juntaron los rabinos, que eran los doctores y maestros de la ley, en un lugar donde se conferían algunas dudas y puntos de las Escrituras. En aquella ocasión se disputaba de la venida del Mesías, porque de las novedades y maravillas que se habían conocido en aquellos años desde el nacimiento de San Juan Bautista y venida de los Santos Reyes orientales, había crecido el rumor entre los judíos de que ya era cumplido el tiempo y estaba en el mundo aunque no era conocido. Estaban todos asentados en sus lugares con la autoridad que suelen representar los maestros y los que se tienen por doctos. Llegóse el infante Jesús a la junta de aquellos magnates, y el que era Rey de los reyes y Señor de los señores (1 Tim 6, 15; Ap 19, 16), la misma Sabiduría infinita y el que enmienda a los sabios (Sab 7, 15) se presentó delante de los maestros del mundo como discípulo humilde, manifestando que se acercaba para oír lo que se disputaba y hacerse capaz de la materia que en ella se confería, que era sobre si el Mesías prometido era venido o llegado el tiempo de que viniese al mundo.
761. Las opiniones de los letrados variaban mucho sobre este artículo, afirmando unos y negando otros. Y los de la parte negativa alegaban algunos testimonios de las Escrituras y profecías entendidas con la grosería que dijo el Apóstol (2 Cor 3, 6): Mata la letra entendida sin espíritu. Porque estos sabios consigo mismos afirmaban que el Mesías había de venir con majestad y grandeza de rey para dar libertad a su pueblo con la fuerza de su gran poder, rescatándole temporalmente de toda servidumbre de los gentiles, y de esta potencia y libertad no había indicios en el estado que tenían los hebreos, imposibilitados para sacudir de su cuello el yugo de los romanos y de su imperio. Este parecer hizo gran fuerza en aquel pueblo carnal y ciego, porque la majestad y grandeza del Mesías prometido y la Redención que con su poder divino venía a conceder a su pueblo la entendían ellos para sí solos y que había de ser temporal y terrena, como todavía lo esperan hoy los judíos obcecados con el velamen que oscurece sus corazones (Is 6, 10). Hoy no acaban de conocer que la gloria, la majestad y poder de nuestro Redentor, y la libertad que vino a dar al mundo, no es terrena, temporal y perecedera, sino celestial, espiritual y eterna, y no sólo para los judíos, aunque a ellos se les ofreció primero, sino a todo el linaje humano de Adán sin diferencia.
762. Reconoció el maestro de la verdad, Jesús, que la disputa se concluía en este error, porque si bien algunos se inclinaban a la razón contraria, eran pocos, y éstos quedaban oprimidos de la autoridad y razones de los otros. Y como Su Majestad divina había venido al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37), que era él mismo, no quiso consentir en esta ocasión, donde tanto importaba manifestarla, que con la autoridad de los sabios quedase establecido el engaño y error contrario. No sufrió su caridad inmensa ver aquella ignorancia de sus obras y fines altísimos en los maestros, que debían ser idóneos ministros de la doctrina verdadera para enseñar al pueblo el camino de la vida y el autor de ella nuestro Reparador. Acercóse más el Niño Dios a la plática para manifestar la gracia que estaba derramada en sus labios (Sal 44, 3). Entró en medio de todos con rara majestad y hermosura, como quien deseaba preguntar alguna duda. Y con su agradable semblante despertó en aquellos sabios el deseo de oírle con atención.
763. Habló el Niño Dios y dijo: La duda que se ha tratado, de la venida del Mesías y su resolución, he oído y entendido enteramente. Y para proponer mi dificultad en esta determinación, supongo de los profetas que dicen que su venida será con gran poder y majestad, como aquí se ha referido con los testimonios alegados. Porque Isaías dice que será nuestro Legislador y Rey, que salvará a su pueblo (Is 33, 22) y en otra parte afirma que vendrá de lejos con furor grande (Is 33, 22), como también lo aseguró David, que abrasará a todos sus enemigos (Sal 96, 3), y Daniel afirma que todos los tribus y naciones le servirán (Dan 7, 14), y el Eclesiástico dice que vendrá con él gran multitud de santos (Eclo 24, 3-4), y los profetas y Escrituras están llenas de semejantes promesas, para manifestar su venida con señales harto claras y patentes si se miran con atención y luz. Pero la duda se funda en estos y otros lugares de los profetas, que todos han de ser igualmente verdaderos aunque en la corteza parezcan encontrados, y así es forzoso concuerden, dando a cada uno el sentido en que puede y debe convenir con el otro. Pues ¿cómo entenderemos ahora lo que dice el mismo Isaías que vendrá de la tierra de los vivientes y que encontrará su generación (Is 53, 8), que será saciado de oprobios (Is 53, 11), que será llevado a morir como la oveja al matadero y que no abrirá su boca (Is 53, 7)? Jeremías afirma que los enemigos del Mesías se juntarán para perseguirle y echar tósigo en su pan y borrar su nombre de la tierra (Jer 11, 19), aunque no prevalecerán; David dijo que sería el oprobio del pueblo y de los hombres y como gusano hollado y despreciado (Sal 21, 7-8); Zacarías, que vendrá manso y humilde, asentado sobre una humilde bestia (Zac 9, 9). Y todos los Profetas dicen lo mismo de las señales que ha de traer el Mesías prometido.
764. Pues ¿cómo será posible —añadió el Niño Dios—ajustar estas profecías, si suponemos que el Mesías ha de venir con potencia de armas y majestad para vencer a todos los reyes y monarcas con violencia y derramando sangre ajena? No podemos negar que habiendo de venir dos veces, una y la primera para redimir el mundo y otra para juzgarle, las profecías se hayan de aplicar a estas dos venidas dando a cada una lo que le toca. Y como los fines de estas dos venidas han de ser diferentes, también lo serán las condiciones, pues no ha de haber en entrambas un mismo oficio sino muy diversos y contrarios.
En la primera ha de vencer al demonio, derribándole del imperio que adquirió sobre las almas por el primer pecado; y para esto en primer lugar ha de satisfacer a Dios por todo el linaje humano y luego enseñar a los hombres con palabra y ejemplo el camino de la vida eterna y cómo deben vencer a los mismos enemigos y servir y adorar a su Criador y Redentor, cómo han de corresponder a los dones y beneficios de su mano y usar bien; de todos estos fines se ha de ajustar su vida y doctrina en la primera venida. La segunda ha de ser a pedir cuenta a todos en el juicio universal y dar a cada uno el galardón de sus obras buenas o malas, castigando
a sus enemigos con furor e indignación. Y esto dicen los profetas de la segunda venida,
765. Y conforme a esto, si queremos entender que la venida primera será con poder y majestad y, como dijo David, que reinará de mar a mar (Sal 71, 8) y que su reino será glorioso, como dicen otros Profetas, todo esto no se puede entender materialmente del reino y aparato majestuoso, sensible y corporal, sino del nuevo reino espiritual que fundará en nueva Iglesia, que se extienda por todo el orbe con majestad, poder y riquezas de gracia y virtudes contra el demonio. Y con esta concordia quedan uniformes todas las Escrituras, que no es posible convenir en otro sentido. Y el estar el pueblo de Dios debajo del imperio romano y sin poderse restituir al suyo propio, no sólo no es señal de no haber venido el Mesías, pero antes es infalible testimonio de que ha venido al mundo, pues nuestro Patriarca Jacob dejó esta señal para que sus descendientes lo conociesen, viendo al tribu de Judá sin el cetro y gobierno de Israel (Gen 49, 10), y ahora confesáis que ni éste ni otro de los tribus esperan tenerle ni recuperarle. Todo esto prueban también las semanas de Daniel (Dan 9, 25), que ya es forzoso estar cumplidas. Y el que tuviere memoria se acordará de lo que he oído, que hace pocos años se vio en Belén a media noche grande resplandor y a unos pastores pobres les fue dicho que el Redentor había nacido y luego vinieron del oriente ciertos reyes guiados de una estrella, buscando al Rey de los judíos para adorarle; y todo estaba así profetizado. Y creyéndolo por infalible el rey Herodes, padre de Arquelao, quitó la vida a tantos niños sólo por quitársela entre todos al Rey que había nacido, de quien temía sucedería en el reino de Israel.
766. Otras razones dijo con éstas el infante Jesús con la eficacia de quien preguntando enseñaba con potestad divina. Y los escribas y letrados que le oyeron enmudecieron todos y convencidos se miraban unos a otros y con admiración grande se preguntaban: ¿Qué maravilla es ésta? ¡y qué muchacho tan prodigioso! ¿de dónde ha venido o cuyo es este niño? Pero quedándose en esta admiración, no conocieron ni sospecharon quién era el que así los enseñaba y alumbraba de tan importante verdad. En esta ocasión, antes que el Niño Dios acabara su razonamiento, llegaron su Madre santísima y el castísimo esposo San José a tiempo de oírle las últimas razones. Y concluyendo el argumento se levantaron con estupor y admirados todos los maestros de la ley. Y la divina Señora, absorta en el júbilo que recibió, se llegó a su Hijo amanfísimo y en presencia de todos los circunstantes le dijo lo que refiere san Lucas (Lc 2, 48-49): Hijo, ¿por qué lo habéis hecho asi? Mirad que vuestro Padre y yo llenos de dolor os andábamos a buscar. Esta amorosa querella dijo la divina Madre con igual reverencia y afecto, adorándole como a Dios y representándole su aflicción como a Hijo. Respondió Su, Majestad: Pues ¿para qué me buscabais? ¿No sabéis que me conviene cuidar de las cosas que tocan a mi Padre?
767. El misterio de estas palabras, dice el Evangelista que no le entendieron ellos, porque se les ocultó entonces a María santísima y a San José. Y esto procedió de dos causas: la una, porque el gozo interior que cogieron de lo que habían sembrado con lágrimas, les llevó mucho, motivado con la presencia de su rico tesoro que habían hallado; la otra razón fue porque no llegaron a tiempo de hacerse capaces de la materia que se había tratado en aquella disputa; y a más de estas razones hubo otra para nuestra advertidísima Reina y fue el estar puesta la cortina que le ocultaba el interior de su Hijo santísimo, donde todo lo pudiera conocer, y no se le manifestó luego que le halló hasta después. Despidiéronse los letrados, confiriendo el asombro que llevaban de haber oído la Sabiduría eterna, aunque no la conocían. Y quedando casi a solas la Madre beatísima con su Hijo santísimo, le dijo con maternal afecto: Dad licencia, Hijo mío, a mi desfallecido corazón —esto dijo echándole los brazos— para que manifieste su dolor y pena, porque en ella no se resuelva la vida si es de provecho para serviros; y no me arrojéis de vuestra cara, admitidme por vuestra esclava. Y si fue descuido mío el perderos de vista, perdonadme y hacedme digna de vos y no me castiguéis con vuestra ausencia.—El Niño Dios la recibió con agrado y se le ofreció por maestro y compañero hasta el tiempo oportuno y conveniente. Con esto descansó aquel columbino y encendido corazón de la gran Señora, y caminaron a Nazaret.
768. Pero en alejándose un poco de Jerusalén, cuando se hallaron solos en el camino, la prudentísima Señora se postró en tierra y adoró a su Hijo santísimo y le pidió su bendición, porque no lo había hecho exteriormente cuando le halló en el templo entre la gente; tan advertida y atenta estaba a no perder ocasión en que obrar con la plenitud de su santidad. El infante Jesús la levantó del suelo y la habló con agradable semblante y dulcísimas razones, y luego corrió el velo y le manifestó de nuevo su alma santísima y operaciones con mayor claridad y profundidad que antes. Y en el interior del Hijo Dios conoció la divina Madre todos los misterios y obras que el mismo Señor había hecho en aquellos tres días de ausencia y entendió todo cuanto había pasado en la disputa de los doctores y lo que el infante Jesús les dijo y las razones que tuvo para no manifestarse con más claridad por Mesías verdadero; y otros muchos secretos y sacramentos ocultos le reveló y manifestó a su Madre Virgen, como archivo en quien se depositaban todos los tesoros del Verbo humanado, para que por todos y en todos ella diese el retorno de gloria y alabanza que se debía al Autor de tantas maravillas. Y todo lo hizo la Madre Virgen con agrado y aprobación del mismo Señor. Luego pidió a Su Majestad descansase un poco en el campo y recibiese algún sustento, y lo admitió de mano de la gran Señora, que de todo cuidaba como Madre de la misma Sabiduría.
769. En el discurso del camino confería la divina Madre con su dulcísimo Hijo los misterios que le había manifestado en su interior de la disputa de los doctores, y el celestial maestro de nuevo la informó vocalmente de lo que por inteligencia le mostró y en particular la declaró que aquellos letrados y escribas no vinieron en conocimiento de que Su Majestad era el Mesías por la presunción y arrogancia que tenían de su ciencia propia, porque con las tinieblas de la soberbia estaban oscurecidos sus entendimientos para no percibir la divina luz, aunque fue tan grande la que el Niño Dios les propuso, y sus razones les convencían bastantemente si tuvieran dispuesto el afecto de la voluntad con humildad y deseo de la verdad; y por el óbice que pusieron, no toparon con ella estando tan patente a sus ojos. Convirtió nuestro Redentor muchas almas al camino de la salvación en esta jornada, y en estando presente su Madre santísima la tomaba por instrumento de estas maravillas y por medio de sus razones prudentísimas y santas amonestaciones ilustraba los corazones de todos los que la divina Señora hablaba. Dieron salud a muchos enfermos, consolaron a los afligidos y tristes y por todas partes iban derramando gracia y misericordias sin perder lugar ni ocasión oportuna. Y porque en otras jornadas que hicieron dejo escritas algunas particulares maravillas semejantes a éstas (Cf. supra n. 624, 645, 667, 669,704), no me alargo ahora en referir otras, que sería menester muchos capítulos y tiempo para contarlas todas y me llaman otras cosas más precisas de esta Historia.
770. Llegaron de vuelta a Nazaret, donde se ocuparon en lo que diré adelante. El Evangelista San Lucas (Lc 2, 51-52) compendiosamente encerró los misterios de su historia en pocas palabras, diciendo que el infante Jesús estaba sujeto a sus padres —entiéndese María santísima y su esposo San José— y que su divina Madre notaba y confería todos estos sucesos, guardándolos en su corazón, y que Jesús aprovechaba en sabiduría, edad y gracia acerca de Dios y de los hombres, de que adelante diré lo que hubiere entendido. Y ahora sólo refiero que la humildad y obediencia de nuestro Dios y Maestro con sus padres fue nueva admiración de los Ángeles, y también lo fue la dignidad y excelencia de su Madre santísima, que mereció se le sujetase y entregase el mismo Dios humanado, para que con amparo de San José le gobernase y dispusiese de Él como de cosa suya propia. Y aunque esta sujeción y obediencia era como consiguiente a la maternidad natural, pero con todo eso, para usar del derecho de Madre en el gobierno de su Hijo, como superiora en este género, fue necesaria diferente gracia que para concebirle y parirle. Y estas gracias convenientes y proporcionadas tuvo María santísima con plenitud para todos estos ministerios y oficios, y la tuvo tan llena que de su plenitud redundaba en el felicísimo esposo San José, para que también él fuese digno padre putativo de Jesús dulcísimo y cabeza de esta familia.
771. A la obediencia y rendimiento del Hijo santísimo con su Madre correspondía de su parte la gran Señora con obras heroicas; y entre otras excelencias tuvo una casi incomprensible humildad y devotísimo agradecimiento de que Su Majestad se hubiese dignado de estar en su compañía y volver a ella. Este beneficio, que juzgaba la divina Reina por tan nuevo como a sí misma por indigna, acrecentó en su fidelísimo corazón el amor y solicitud de servir a su Hijo Dios. Y era tan incesante en agradecerle, tan puntual, atenta y cuidadosa en servirle, y siempre de rodillas y pegada con el polvo, que admiraba a los encumbrados serafines. Y a más de esto en imitarle en todas sus acciones, como las conocía, era oficiosísima y ponía toda su atención y cuidado en dibujarlas y ejecutarlas respectivamente; que con esta plenitud de santidad tenía herido el corazón de Cristo nuestro Señor (Cant 4, 9) y a nuestro modo de entender, le tenía preso con cadenas de invencible amor. Y obligado este Señor como Dios y como Hijo verdadero de esta divina Princesa, había entre Hijo y Madre una recíproca correspondencia y divino círculo de amor y de obras, que se levantaba sobre todo entendimiento criado. Porque en el mar océano de María entraban todos los corrientes caudalosos de las gracias y favores del Verbo humanado, y este mar no redundaba (Ecl 1, 7) porque tenía capacidad y senos para recibirlos, pero volvíanse estos corrientes a su principio, remitiéndolos a él la feliz Madre de la sabiduría, para que corriesen otra vez, como si estos flujos y reflujos de la divinidad anduvieran entre el Hijo Dios y su Madre sola. Este es el misterio de estar tan repetidos aquellos humildes reconocimientos de la esposa: Mi querido para mí y yo para él, que se apacienta entre los lirios mientras se acerca el día y se desvían las sombras (Cant 2, 16-17). Y otras veces: Yo para mi Amado y él para mí (Cant 6, 2). Yo para mi dilecto y él se convierte a mí (Cant 7, 10).
772. El fuego del amor divino que ardía en el pecho de nuestro Redentor y que vino a encender en la tierra (Lc 12, 49), era como forzoso que hallando materia próxima y dispuesta, cual era el corazón purísimo de su Madre, hiciese y obrase con suma actividad efectos tan sin límite, que sólo el mismo Señor los pudo conocer como los pudo obrar. Sola una cosa advierto, que se me ha dado inteligencia de ella, y es que en las demostraciones exteriores del amor que tenía el Verbo humanado a su Madre santísima medía las obras y señales, no con el afecto y natural inclinación de Hijo, sino con el estado que la gran Reina tenía de merecer como viadora; porque conoció Su Majestad que si en estas demostraciones y favores la regalara tanto como le pedía la inclinación del natural amor de Hijo a tal Madre, la impidiera algo con el continuo gozo de las delicias de su amado para merecer menos de lo que convenía. Y por esto detuvo el Señor en parte esta natural fuerza de su misma humanidad y dio lugar para que su divina Madre, aunque era tan santa, obrase y mereciese padeciendo sin el continuo y dulce premio que pudiera tener en los favores visibles de su Hijo santísimo. Y por esta razón en la conversación ordinaria guardaba el Niño Dios más entereza y serenidad, y aunque la diligentísima Señora era tan cuidadosa en servirle, administrarle y prevenir todo lo que era necesario con incomparable reverencia, el Hijo santísimo no hacía en esto tantas demostraciones cuanto le obligaba la solicitud de su Madre.

Doctrina de la Reina del cielo María santísima.

773. Hija mía, todas las obras de mi Hijo santísimo y mías están llenas de misteriosa doctrina y enseñanza para los mortales que con atenta reverencia las consideran. Ausentóse Su Majestad de mí para que buscándole con dolor y lágrimas le hallase con alegría y fruto de mi espíritu. Y quiero que tú me imites en este misterio, buscándole con tal amargura que te despierte una solicitud incesante, sin descansar toda tu vida en cosa alguna hasta que le tengas y no le dejes (Cant 3, 4). Para que entiendas mejor el sacramento del Señor, advierte que su sabiduría infinita de tal manera cría a las criaturas capaces de su eterna felicidad, que las pone en el camino, pero ausentes y dudosas de ella misma, para que, mientras no llegan a poseerla, siempre vivan solícitas y dolorosas y esta solicitud engendre en la misma criatura continuo temor y aborrecimiento del pecado, que es por quien sólo la puede perder, y para que entre el bullicio de la conversación humana no se deje enlazar ni enredar en las cosas visibles y terrenas. A este cuidado ayuda el Criador, añadiendo a la razón natural las virtudes de fe y esperanza, que son el estímulo del amor con que se busca y se halla el último fin de la criatura, y a más de estas virtudes y otras que infunde en el bautismo envía inspiraciones y auxilios con que despertar y mover al alma ausente del mismo Señor, para que no le olvide ni se olvide de sí misma mientras carece de su amable presencia, antes prosiga su carrera hasta llegar al deseado fin, donde hallará todo el lleno de su inclinación y deseos.
774. De aquí entenderás la torpe ignorancia de los mortales y qué pocos son los que se detienen a considerar el orden misterioso de su creación y justificación y las obras del Altísimo encaminadas a tan alto fin. Y de este olvido se siguen tantos males como padecen las criaturas, tomando posesión de los bienes terrenos y deleites engañosos como si fueran su felicidad y último fin. Y esta es la suma perversidad contra el orden del Criador, porque quieren los mortales en la vida transitoria y breve gozar de lo visible, como si fuera su último fin, habiendo de usar de las criaturas para conseguir el sumo bien y no para perderle. Advierte, pues, carísima, este riesgo de la estulticia humana, y todo lo deleitable y su gozo y risa júzgalo por error (Ecl 2, 2) y al contentamiento sensible dile que se deja engañar en vano y que es madre de la estulticia, que embriaga el corazón, impide y destruye toda la verdadera sabiduría. Vive siempre en temor santo de perder la vida eterna y no te alegres fuera del Señor hasta conseguirla, huye de la conversación humana, teme sus peligros y si en alguno te pusiere Dios por medio de la obediencia para gloria suya, aunque debes fiar de su protección, pero no debes ser remisa ni descuidada en guardarte. No fíes tu natural a la amistad ni trato de criaturas, en que está tu mayor peligro, porque te dio el Señor condición agradecida y blanda para que fácilmente te inclinases a no resistirle en sus obras y empleases en su amor el beneficio que te hizo; pero si das entrada al amor de las criaturas, te llevarán sin duda y alejarán del sumo Bien y pervertirás el orden y las obras de su sabiduría infinita, y es cosa indigna emplear el mayor beneficio de la naturaleza en objeto que no sea el más noble de toda ella. Levántate sobre todo lo criado y a ti sobre ti, realza las operaciones de las potencias y represéntales el objeto nobilísimo del ser de Dios, el de mí Hijo dilecto y tu Esposo, que es especiosa su forma entre los hijos de los hombres (Sal 44, 3), y ámale de todo tu corazón, alma y mente.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #136

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