Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions La herida que dieron con la lanza en el costado de Cristo ya difunto, su descendimiento de la cruz y sepultura y lo que en estos pasos obró María santísima hasta que volvió al cenáculo.

INDICE   Libro  6   Capítulo  24    Versos:  1436-1453


1436. El Evangelista San Juan Evangelista dice (Jn 19,25) que cerca de la cruz estaba María santísima Madre de Jesús, acompañada de Santa María Cleofás [ Día 9 de abril: In Judaea sanctae Maríae Cléophae, quam beátus Joánnes Evangelista sorórem sactíssimae Dei Genitrícis Maríae núncupat, et cum hac simul juxta crucem Jesu stetísse narrat.] y Santa María Magdalena [Día 22 de julio: Apud Massíliam, in Gállia, natális sanctae Maríae Magdalénae, de qua Dóminus ejécit septem daemónia, et quae ipsum Salvátorem a mórtuis resurgéntem prima vidére méruit.] ; y aunque esto lo refiere de antes que expirase nuestro Salvador, se ha de entender que perseveró la invicta Reina después, estando siempre en pie, arrimada a la Cruz, adorando en ella a su muerto Jesús y a la divinidad que siempre estaba unida al sagrado cuerpo. Estaba la gran Señora constantísima, inmóvil en sus inefables virtudes, entre las olas impetuosas de dolores que entraban hasta lo íntimo de su castísimo corazón, y con su eminente ciencia confería en su pecho los misterios de la Redención humana y la armonía con que la sabiduría divina disponía todos aquellos sacramentos; y la mayor aflicción de la Madre de Misericordia era la desleal ingratitud que los hombres con tanto daño propio mostrarían a beneficio tan raro y digno de eterno agradecimiento. Estaba asimismo cuidadosa cómo daría sepultura al sagrado cuerpo de su Hijo santísimo, quién se le bajaría de la cruz, a donde siempre tenía levantados sus divinos ojos. Con este doloroso cuidado se convirtió a sus Santos Ángeles que la asistían y les dijo: Ministros del Altísimo y amigos míos en la tribulación, vosotros conocéis que no hay dolor como mi dolor; decidme, pues, cómo bajaré de la cruz al que ama mi alma, cómo y dónde le daré honorífica sepultura, que como madre me toca este cuidado; decidme qué haré y ayudadme en esta ocasión con vuestra diligencia.
1437. Respondiéronla los Santos Ángeles: Reina y Señora nuestra, dilátese Vuestro afligido corazón para lo que resta de padecer. El Señor todopoderoso ha encubierto de los mortales su gloria y su potencia para sujetarse a la impía disposición de los crueles malignos y quiere consentir que se cumplan las leyes puestas por los hombres, y una es que los sentenciados a muerte no se quiten de la cruz sin licencia del mismo juez. Prestos y poderosos fuéramos nosotros en obedeceros y en defender a nuestro verdadero Dios y Criador, pero su diestra nos detiene, porque su voluntad es justificar en todo su causa y derramar la parte de sangre que le resta en beneficio de los hombres, para obligarlos más al retorno de su amor que tan copiosamente los redimió (Sal 129, 7). Y si de este beneficio no se aprovecharen como deben, será lamentable su castigo, y su severidad será la recompensa de haber caminado Dios con pasos lentos en su venganza.—Esta respuesta de los Ángeles acrecentó el dolor de la afligida Madre, porque no se le había manifestado que su Hijo santísimo había de ser herido con la lanzada, y el recelo de lo que sucedería con el sagrado cuerpo la puso en nueva tribulación y congoja.
1438. Vio luego el tropel de gente armada que venía encaminándose al monte Calvario, y creciendo el temor de algún nuevo oprobio que harían contra el Redentor muerto, habló con San Juan Evangelista y las Marías y dijo: ¡Ay de mí, que llega ya el dolor a lo último y se divide mi corazón en el pecho! ¿Por ventura no están satisfechos los ministros y judíos de haber muerto a mi Hijo y Señor? ¿Si pretenden ahora alguna nueva ofensa contra su sagrado cuerpo ya difunto?—Era víspera de la gran fiesta del sábado de los judíos y para celebrarla sin cuidado habían pedido a Pilatos licencia para quebrantar las piernas a los tres ajusticiados, con que acabasen de morir, y los bajasen aquella tarde de las cruces y no quedasen en ellas el día siguiente. Con este intento llegó al Calvario aquella compañía de soldados que vio María santísima, y en llegando, como hallaron vivos a los dos ladrones, les quebrantaron las piernas, con que acabaron la vida; pero llegando a Cristo nuestro Salvador, como le hallaron muerto, no le quebrantaron las piernas; cumpliéndose la misteriosa profecía del Éxodo (Ex 12, 42) en que mandaba Dios no quebrantasen los huesos del cordero figurativo, que comían la Pascua. Pero un soldado que se llamaba San Longinos [Día 15 de marzo: Caesaréae, in Cappadócia, pássio sancti Longíni mílitis, qui Dómini latus láncea perforásse perhibétur.], arrimándose a la cruz de Cristo nuestro Salvador, le hirió con una lanza penetrándole su costado, y luego salió de la herida sangre y agua, como lo afirma San Juan Evangelista (Jn 19, 34-35) que lo vio y dio testimonio de la verdad.
1439. Esta herida de la lanzada, que no pudo sentir el cuerpo sagrado y ya muerto, sintió su Madre santísima, recibiendo en su castísimo pecho el dolor, como si recibiera la herida. Pero a este tormento sobreexcedió el que recibió su alma santísima, viendo la nueva crueldad con que habían rompido el costado de su Hijo ya difundo; y movida de igual compasión y piedad, olvidando su propio tormento, dijo a Longinos: El Todopoderoso te mire con ojos de misericordia por la pena que has dado a mi alma. Hasta aquí no más llegó su indignación o, para decirlo mejor, su piadosísima mansedumbre, para doctrina de todos los que fuésemos ofendidos. Porque en la estimación de la candidísima paloma, esta injuria que recibió Cristo muerto fue muy ponderable, y el retorno que le dio al delincuente fue el mayor de los beneficios, que fue mirarle Dios con ojos de misericordia, dándole bendiciones y dones por agravios al ofensor. Y sucedió así; porque obligado nuestro Salvador de la petición de su Madre santísima, ordenó que de la sangre y agua que salió de su divino costado salpicasen algunas gotas a la cara de San Longinos y por medio de este beneficio le dio vista corporal, que casi no la tenía, y al mismo tiempo se la dio en su alma para conocer al Crucificado, a quien inhumanamente había herido. Con este conocimiento se convirtió San Longinos y llorando sus pecados los lavó con la sangre y agua que salió del costado de Cristo, y lo conoció y confesó por verdadero Dios y Salvador del mundo. Y luego lo predicó en presencia de los judíos, para mayor confusión y testimonio de su dureza .
1440. La prudentísima Reina conoció el misterio de la lanzada y cómo en aquella última sangre y agua que salió del costado de su Hijo santísimo salía de él la nueva Iglesia lavada y renovada en virtud de su pasión y muerte, y que del sagrado pecho salían como de raíz los ramos que por todo el mundo se extendieron con frutos de vida eterna. Confirió asimismo en su pecho interiormente el misterio de aquella piedra herida con la vara de la justicia del Eterno Padre (Ex 17, 6), para que despidiese agua viva con que mitigar la sed de todo el linaje humano, refrigerando y recreando a cuantos de ella fuesen a beber. Consideró la correspondencia de estas cinco fuentes de pies, manos y costado, que se abrieron en el nuevo paraíso de la humanidad santísima de Cristo nuestro Señor, más copiosas y eficaces para fertilizar el mundo que las del paraíso terrestre divididas en cuatro partes por la superficie de la tierra (Gen 2, 10). Estos y otros misterios recopiló la gran Señora en un cántico de alabanza que hizo en gloria de su Hijo santísimo, después que fue herido con la lanza. Y con el cántico hizo ferventísima oración, para que todos aquellos sacramentos de la Redención se ejecutasen en beneficio de todo el linaje humano.
1441. Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve y la Madre piadosísima aún no tenía certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo Jesús; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su amantísima Madre se aliviase por los medios que su divina Providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de José de Arimatea y Nicodemus para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran entrambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como a sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo nuestro Señor y le reconocían por Maestro. No se le había manifestado a la prudentísima Virgen el orden de la voluntad divina sobre lo que deseaba de la sepultura para su Hijo santísimo, y con la dificultad que se le representaba crecía el doloroso cuidado de que no hallaba salida con su propia diligencia. Y estando así afligida levantó los ojos al cielo y dijo: Eterno Padre y Señor mío, por la dignación de Vuestra bondad y sabiduría infinita fui levantada del polvo a la dignidad altísima de Madre de vuestro Eterno Hijo, y con la misma liberalidad de Dios inmenso me concedisteis que le criase a mis pechos, le alimentase y le acompañase hasta la muerte; ahora me toca como a Madre dar a su sagrado cuerpo honorífica sepultura y sólo llegan mis fuerzas a desearlo y dividírseme el corazón de que no lo consigo. Suplico a Vuestra Majestad, Dios mío, dispongáis con Vuestro poder los medios para que yo lo ejecute.
1442. Esta oración hizo la piadosa Madre después que recibió el cuerpo de Jesús difunto la lanzada y en breve espacio reconoció que venía hacia el Calvario otra tropa de gente con escalas y aparato de otras cosas que pudo imaginarse venían a quitar de la cruz su inestimable tesoro; pero como no sabía el fin, se afligió de nuevo en el recelo de la crueldad judaica, y volviéndose a San Juan Evangelista le dijo: Hijo mío, ¿qué será este intento de los que vienen con tanta prevención?—El Apóstol respondió:
No temáis, Señora mía, a los que vienen, que son José y Nicodemus con otros criados suyos y todos son amigos y siervos de vuestro Hijo santísimo y mi Señor.—Era José justo en los ojos del Altísimo y en la estimación del pueblo noble y decurión con oficio de gobierno y del Consejo, como lo da a entender el Evangelio, que dice no consintió José en el consejo ni obras de los homicidas de Cristo, a quien reconocía por verdadero Mesías. Y aunque hasta su muerte era José discípulo encubierto, pero en ella se manifestó, obrando estos nuevos efectos la eficacia de la Redención. Y rompiendo José el temor que antes tenía a la envidia de los judíos y no reparando en el poder de los romanos, entró con osadía a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús, difunto en la cruz, para bajarle de ella y darle honrosa sepultura, afirmando que era inocente y verdadero Hijo de Dios, y que esta verdad estaba testificada con los milagros de su vida y muerte.
1443. Pilatos no se atrevió a negar a José lo que pedía, antes le dio licencia para que dispusiese del cuerpo difunto de Jesús todo lo que le pareciese bien. Y con este permiso salió José de casa del juez y llamó a Nicodemus, que también era justo y sabio en las letras divinas y humanas y en las Sagradas Escrituras, como se colige de lo que le sucedió cuando de noche fue a oír la doctrina de Cristo nuestro Señor, como lo cuenta San Juan Evangelista (Jn 3, 2). Estos dos varones santos, con valeroso esfuerzo se resolvieron en dar sepultura a Jesús crucificado. Y José previno la sábana y sudario en que envolverle y Nicodemus compró hasta cien libras de las aromas con que los judíos acostumbraban a ungir los difuntos de mayor nobleza. Y con esta prevención, y de otros instrumentos, caminaron al Calvario, acompañados de sus criados y de algunas personas pías y devotas, en quienes también obraba ya la sangre del divino Crucificado, por todos derramada.
1444. Llegaron a la presencia de María santísima, que con dolor incomparable asistía al pie de la cruz, acompañada de San Juan Evangelista y las Marías, y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la gran Reina, y todos al de la cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra; lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la invicta Reina los levantó de tierra y los animó y confortó, y entonces la saludaron con humilde compasión. La advertidísima Madre les agradeció su piedad y el obsequio que hacían a su Dios, Señor y Maestro, en darle sepultura a su cuerpo muerto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. José de Arimatea respondió y dijo: Ya, Señora nuestra, sentimos en el secreto de nuestros corazones la dulce y suave fuerza del divino Espíritu, que nos ha movido con afectos tan amorosos, que ni los pudimos merecer, ni los sabemos explicar.—Luego se quitaron las capas o mantos que tenían y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Santa Cruz y subieron a desenclavar el sagrado cuerpo, estando la dolorosa Madre muy cerca, y San Juan Evangelista con Santa María Magdalena asistiéndola. Parecióle a José que se renovaría el dolor de la divina Señora, llegando tocar el sagrado cuerpo cuando le bajasen, y advirtió al Apóstol que la retirase un poco de aquel acto, para divertirla. Pero San Juan Evangelista, que conocía más el invencible corazón de la Reina, respondió que desde el principio de la pasión había asistido a todos los trabajos del Señor y que no le dejaría hasta el fin, porque le veneraba como a Dios y le amaba como a Hijo de sus entrañas.
1445. Con todo esto le suplicaron tuviese por bien de retirarse un poco mientras ellos bajaban de la cruz a su Maestro. Respondió la gran Señora y dijo: Señores míos carísimos, pues me hallé a ver clavar en la cruz a mi dulcísimo Hijo, tened por bien me halle a desenclavarle, que este acto tan piadoso, aunque lastime de nuevo el corazón, cuanto más tratado y visto, dará mayor aliento en el dolor.—Con esto comenzaron a disponer el descendimiento. Y quitaron lo primero la corona de la sagrada cabeza, descubriendo las heridas y roturas que dejaba en ella muy profundas, bajáronla con gran veneración y lágrimas y la pusieron en manos de la dulcísima Madre. Recibióla estando arrodillada y con admirable culto y la adoró, llegándola a su virginal rostro y regándola con abundantes lágrimas, recibiendo con el contacto alguna parte de las heridas de las espinas. Pidió al Padre Eterno hiciese cómo aquellas espinas consagradas con la sangre de su Hijo fuesen tenidas en digna reverencia por los fieles a cuyo poder viniesen en el tiempo futuro.
1446. Luego, a imitación de la Madre, las adoraron San Juan Evangelista y Santa María Magdalena con las Marías y otras piadosas mujeres y fieles que allí estaban; y lo mismo hicieron con los clavos. Entregáronlos primero a María santísima y ella los adoró, y después todos los circunstantes. Para recibir la gran Señora el cuerpo muerto de su Hijo santísimo, puesta de rodillas extendió los brazos con la sábana desplegada. San Juan Evangelista asistió a la cabeza y Santa María Magdalena a los pies, para ayudar a José y Nicodemus, y todos juntos con gran veneración y lágrimas le pusieron en los brazos de la dulcísima Madre. Este paso fue para ella de igual compasión y regalo; porque el verle llagado y desfigurada aquella hermosura, mayor que la de todos los hijos de los hombres, renovó los dolores del castísimo corazón de la Madre, y el tenerle en sus brazos y en su pecho le era de incomparable dolor y juntamente de gozo, por lo que descansaba su ardentísimo amor con la posesión de su tesoro. Adoróle con supremo culto y reverencia, vertiendo lágrimas de sangre. Y tras de Su Majestad le adoraron en sus brazos toda la multitud de Ángeles que le asistían, aunque este acto fue oculto a los circunstantes; pero todos, comenzando San Juan Evangelista, fueron adorando al sagrado cuerpo por su orden, y la prudentísima Madre le tenía en sus brazos asentada en el suelo, para que todos le diesen adoración.
1447. Gobernábase en todas estas acciones nuestra gran Reina con tan divina sabiduría y prudencia, que a los hombres y a los Ángeles era de admiración, porque sus palabra eran de gran ponderación, dulcísimas por la caricia y compasión de su difunta hermosura, tiernas por la lástima, misteriosas por lo que significaban y comprendían. Ponderaba su dolor sobre todo lo que puede causarle a los mortales, movía los corazones a compasión y lágrimas, ilustraba a todos para conocer el sacramento tan divino que trataba. Y sobre todo esto, sin exceder ni faltar en lo que debía, guardaba en el semblante una humilde majestad entre la serenidad de su rostro y dolorosa tristeza que padecía. Y con esta variedad tan uniforme hablaba con su amabilísimo Hijo, con el Eterno Padre, con los Ángeles, con los circunstantes y con todo el linaje humano, por cuya Redención se había entregado a la pasión y muerte. No me detengo más en particularizar las prudentísimas y dolorosas razones de la gran Señora en este paso, porque la piedad cristiana pensará muchas y no es posible detenerme en cada uno de estos misterios.
1448. Pasado algún espacio de tiempo que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, porque corría ya la tarde la suplicaron San Juan Evangelista y José diese lugar para el entierro de su Hijo y Dios verdadero. Permitiólo la prudentísima Madre, y sobre la misma sábana fue ungido su sagrado cuerpo con las especies y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este religioso obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido fue colocado el cuerpo deífico en un féretro, para llevarle al sepulcro. La divina Señora, advertidísima en todo, convocó del cielo muchos coros de Ángeles que con los de su guarda acudiesen al entierro del cuerpo de su Criador, y al punto descendieron de las alturas en cuerpos visibles, aunque no para los demás circunstantes, sino para su Reina y Señora. Ordenóse una procesión de Ángeles y otra de hombres y levantaron el sagrado cuerpo San Juan Evangelista, José, Nicodemus y el centurión que asistió a la muerte y le confesó por Hijo de Dios; seguían la divina Madre acompañada de la Magdalena y las Marías y las otras piadosas mujeres sus discípulas. Juntóse a más de estas personas otro gran número de fieles, que movidos de la divina luz vinieron al Calvario después de la lanzada. Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado. En este felicísimo sepulcro pusieron el sagrado cuerpo de Jesús. Y antes de cubrirle con la lápida, le adoró de nuevo la prudente y religiosa Madre, con admiración de todos, Ángeles y hombres. Y luego unos y otros la imitaron, y todos adoraron al crucificado y sepultado Señor y cerraron el sepulcro «con la lápida, que como dice el Evangelio (Mt 27, 60) era muy grande.
1449. Cerrado el sepulcro de Cristo, al mismo punto se volvieron a cerrar los que en su muerte se abrieron, porque entre otros misterios estuvieron como aguardando si les tocara le feliz suerte de recibir en sí a su Criador humanado muerto, que es lo que le podían ofrecer, cuando los judíos no le recibían vivo y bienhechor suyo. Quedaron muchos Ángeles en guarda del sepulcro, mandándoselo su Reina y Señora, como quien dejaba en él depositado el corazón. Y con el mismo silencio y orden que vinieron todos del Calvario, se volvieron a él. Y la divina Maestra de las virtudes se llegó a la Santa Cruz y la adoró con excelente veneración y culto. Y luego la siguieron en este acto San Juan Evangelista, José y todos los que asistían al entierro. Era ya tarde y caído el sol, y la gran Señora desde el Calvario se fue a recoger a la casa del Cenáculo, a donde la acompañaron los que estuvieron al entierro; y dejándola en el cenáculo con San Juan Evangelista y las Marías y otras compañeras. se despidieron de ella los demás y con grandes lágrimas y sollozos la pidieron les diese su bendición. Y la humildísima y prudentísima Señora les agradeció el obsequio que a su Hijo santísimo habían hecho y el beneficio que ella había recibido, y los despidió llenos de otros interiores y ocultos favores y de bendiciones de dulzura de su amable natural y piadosa humildad.
1450. Los judíos, confusos y turbados de lo que iba sucediendo, fueron a Pilatos el sábado por la mañana y le pidieron mandase guardar el sepulcro; porque Cristo, a quien llamaron seductor, había dicho y declarado que después de tres días resucitaría, y sería posible que sus discípulos robasen el cuerpo y dijesen que había resucitado. Pilatos contemporizó con esta maliciosa cautela y les concedió las guardas que pedían, y las pusieron en el sepulcro. Pero los pérfidos pontífices sólo pretendían oscurecer el suceso que temían, como se conoció después cuando sobornaron a las guardas para que dijesen que no había resucitado Cristo nuestro Señor sino que le habían robado sus discípulos. Y como no hay consejo contra Dios (Prov 21, 30), por este medio se divulgó más y se confirmó la resurrección.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.

1451. Hija mía, la herida que recibió mi Hijo santísimo en el costado con la lanza fue sólo para mí muy cruel y dolorosa, pero sus efectos y misterios son suavísimos para las almas santas que saben gustar de su dulzura. A mí me afligió mucho, mas a quien se encaminó este favor misterioso, sírvele de gran regalo y alivio en sus dolores. Y para que tú lo entiendas y participes, debes considerar que mi Hijo y Señor, por el amor ardentísimo que tuvo a los hombres, sobre las llagas de los pies y manos, quiso admitir la del costado sobre el corazón, que es el asiento del amor, para que por aquella puerta entrasen como a gustarle y participarle en su misma fuente y allí tuviesen las almas su refrigerio y refugio. Este sólo quiero yo que busques tú en el tiempo de tu destierro y que le tengas por habitación segura sobre la tierra. Allí aprenderás las condiciones y leyes del amor en que imitarme y entenderás cómo en retorno de las ofensas que recibieres has de volver bendiciones a quien las hiciere contra ti o contra alguna cosa tuya, como has conocido que yo lo hice, cuando fui lastimada con la herida que recibió mi Hijo santísimo en el pecho ya difunto. Y te aseguro, carísima, que no puedes hacer otra obra más poderosa para alcanzar con eficacia la gracia que deseas con el Altísimo. Y no sólo para ti, sino también para el ofensor es poderosa la oración que se hace perdonando las injurias, porque se conmueve el corazón piadoso de mi Hijo santísimo, viendo que le imitan las criaturas en perdonar y orar por quien ofende, por lo que en esto participan de su excelentísima caridad que manifestó en la cruz. Escribe en tu corazón esta doctrina y ejecútala para imitarme y seguirme en la virtud de que hice mayor estimación. Mira por aquella herida el corazón de Cristo tu esposo y a mí en él, amando tan dulce y eficazmente a los ofensores y a todas las criaturas.
1452. Advierte también la providencia tan puntual y atenta con que el Altísimo acude oportunamente a las necesidades de las criaturas que le llaman con verdadera confianza, como lo hizo Su Majestad conmigo cuando me hallé afligida y desamparada para dar sepultura a mi Hijo santísimo, como debía hacerlo. Para socorrerme en este aprieto, dispuso el Señor con piadosa caridad y afecto los corazones de José y Nicodemus y de los otros fieles que acudieron a enterrarle. Y fue tanto lo que estos varones justos me consolaron en aquella tribulación, que por esta obra y mi oración los llenó el Altísimo de admirables influencias de su divinidad, con que fueron regalados el tiempo que duró el entierro y el descendimiento de la cruz, y desde aquella hora quedaron renovados e ilustrados de los misterios de la Redención. Este es el orden admirable de la suave y fuerte Providencia del Altísimo, que para obligarse de unas criaturas pone en trabajo a otras y mueve la piedad de quien puede hacer bien al necesitado, para que el bienhechor, por la buena obra que hace y por la oración del pobre que la recibe, sea remunerado con la gracia que por otro camino no mereciera. Y el Padre de las misericordias, que inspira y mueve con sus auxilios la obra que se hace, la paga después como de justicia, porque correspondemos a sus inspiraciones con lo poco que de nuestra parte cooperamos, en lo que por ser bueno es todo de su mano (Sant 1, 17).
1453. Considera también el orden rectísimo de esta Providencia en la justicia que ejecuta, recompensando los agravios que se reciben con paciencia; pues habiendo muerto mi Hijo santísimo despreciado, deshonrado y blasfemado de los hombres, ordenó el Altísimo luego que fuese honrosamente sepultado y movió a muchos para que le confesasen por verdadero Dios y Redentor y le aclamasen por santo, inocente y justo, y que en la misma ocasión, cuando acababan de crucificarle afrentosamente, fuese adorado y venerado con supremo culto como Hijo de Dios, y hasta sus mismos enemigos sintiesen dentro de sí mismos el horror y confusión del pecado que cometieron en perseguirle. Aunque no todos se aprovecharon de estos beneficios, pero todos fueron efectos de la inocencia y muerte del Señor. Y yo también concurrí con mis peticiones, para que Su Majestad fuese conocido y venerado de los que conocía.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #184

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