Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions De las operaciones que hizo el alma santísima de Cristo Señor nuestro en el primer instante de su concepción, y lo que obró entonces su Madre Purísima.

INDICE   Libro  3   Capítulo  12    Versos:  144-157


144. Para entender mejor las primeras operaciones del alma santísima de Cristo nuestro Señor, suponemos lo que en el capítulo pasado, núm. 138, queda advertido: que todo lo sustancial de este divino misterio, como es la formación del cuerpo, creación e infusión del alma y la unión de la individua humanidad con la Persona del Verbo, sucedió y se obró en un instante; de manera que no podemos decir que en algún instante de tiempo fue Cristo nuestro bien hombre puro, porque siempre fue hombre y Dios verdadero; pues cuando había de llegar la humanidad a llamarse hombre ya era y se halló Dios, y así no se pudo llamar hombre solo ni en un instante, sino Hombre-Dios y Dios-Hombre. Y como al ser natural, siendo operativo se puede seguir luego la operación y acción de sus potencias, por esto en el mismo instante que se ejecutó la Encarnación fue beatificada el alma santísima de Cristo nuestro Señor con la visión y amor beatífico, topando luego —a nuestro modo de entender— sus potencias de entendimiento y voluntad con la misma divinidad que su ser de naturaleza había topado, uniéndose a ella por su sustancia, y las potencias por sus operaciones perfectísimas, al mismo ser de Dios, para que en el ser y obrar quedase todo deificado.
145. La grande admiración de este sacramento es que tanta gloria, y de más a más toda la grandeza de la Divinidad inmensa, estuviesen resumidas en tan pequeño epílogo, como un cuerpecito no mayor que una abeja o una almendra no muy grande, porque no era mayor que esto la cuantidad del cuerpo santísimo de Cristo Señor nuestro, cuando se celebró la concepción y unión hipostática; y que asimismo quedase aquella gran pequeñez con suma gloria y pasibilidad, porque juntamente fue su humanidad gloriosa y pasible, fue comprensor y viador. Pero el mismo Dios, que en su poder y sabiduría es infinito, pudo estrechar tanto y encoger su misma divinidad siempre infinita, que sin dejar de serlo la encerrase en la corta esfera de un cuerpo tan pequeño por admirable y con nuevo modo de estar en él. Y con la misma omnipotencia hizo que aquella alma santísima de Cristo nuestro Señor en la parte superior de las más nobles operaciones fuese gloriosa y comprensora, y que toda aquella gloria sin medida quedase como represada en lo supremo de su alma, y suspensos los efectos y dotes que había de comunicar consiguientemente a su cuerpo, para que según esta razón fuese juntamente pasible y viador, sólo para dar lugar a nuestra redención por medio de su cruz, pasión y muerte.
146. Para obrar todas estas operaciones y las demás que había de hacer la santísima humanidad, se le infundieron en el mismo instante de su concepción todos los hábitos que convenían a sus potencias y eran necesarios para las acciones y operaciones, así de comprensor como de pasible y viador; y así tuvo ciencia beata e infusa, tuvo gracia justificante y los dones del Espíritu Santo, que, como dice Isaías (Is., 11, 2), descansaron en Cristo. Tuvo todas las virtudes, excepto la fe y esperanza, que no se compadecían con la visión y posesión beatífica. Y si alguna otra virtud hay que suponga alguna imperfección en el que la tiene, no podía estar en el Santo de los santos, que ni pudo hacer pecado ni se halló dolo en su boca (Is., 53, 9; 1 Pe., 2, 22). De la dignidad y excelencia de la ciencia y gracia, virtudes y perfecciones de Cristo nuestro Señor, no es necesario hacer aquí más relación, porque esto enseñan los sagrados doctores y los maestros de teología largamente. Basta para mí saber que todo fue tan perfecto cuanto pudo extenderse el poder Divino y a donde no alcanza el juicio humano, porque donde estaba la misma fuente (Sal., 35, 10), que es la Divinidad, había de beber aquella alma santísima de Cristo del torrente sin límite ni tasa, como dice David (Sal., 109, 7). Así tuvo plenitud de todas las virtudes y perfecciones.
147. Deificada y adornada el alma santísima de Cristo nuestro Señor con la Divinidad y sus dones, el orden que tuvieron sus operaciones fue éste: la primera, ver y conocer la Divinidad intuitivamente como es en sí y como estaba unida a su humanidad santísima; luego, amarla con sumo amor beatífico; tras de esto, reconocer el ser de la humanidad inferior al ser de Dios; y se humilló profundísimamente, y con esta humillación dio gracias al inmutable ser de Dios por haberle criado y por el beneficio de la unión hipostática, con que le levantó al ser de Dios, juntamente siendo hombre. Conoció también cómo su humanidad santísima era pasible y el fin de la redención, y con este conocimiento se ofreció en sacrificio acepto por Redentor del linaje humano y admitiendo el ser pasible en nombre suyo y de los hombres dio gracias al Eterno Padre. Reconoció la compostura de su humanidad santísima, la materia de que había sido formada y cómo María Purísima se la administró a fuerza de caridad y de ejercitar heroicas virtudes. Tomó la posesión de aquel santo tabernáculo y morada, agradóse de él y de su hermosura eminentísima y complacióse y adjudicóse por propiedad suya para in aeternum el alma de la más perfecta y pura criatura. Alabó al Eterno Padre porque la había criado con tan excelentísimos realces de gracias y dones y porque la había hecho exenta y libre de la común ley del pecado en que todos los descendientes de Adán habían incurrido, siendo hija suya. Oró por la Purísima Señora y por San José, pidió la salud eterna para ellos. Todas estas obras y otras que hizo fueron altísimas, como de hombre y Dios verdadero y, fuera de las que tocan a la visión y amor beatífico, con todas y con cualquiera de ellas mereció tanto que con su valor y precio se pudieran redimir infinitos mundos, si fuera posible que los hubiera.
148. Y con solo el acto de obediencia que hizo la santísima humanidad unida al Verbo, de admitir la pasibilidad y que la gloria de su alma no resultase al cuerpo, fuera superabundante nuestra redención. Mas aunque sobreabundaba para nuestro remedio, no saciaba su amor inmenso para los hombres, si con voluntad efectiva no nos amara hasta el fin del amor (Jn., 13, 1) que era el mismo fin de su vida, entregándola por nosotros con las demostraciones y condiciones de mayor afecto que el entendimiento humano y angélico pudo imaginar. Y si al primer instante que entró en el mundo nos enriqueció tanto, ¡qué tesoros, qué riquezas de merecimientos nos dejaría cuando salió de él, por su pasión y muerte de Cruz, después de treinta y tres años de trabajos y operaciones tan divinas! ¡Oh inmenso amor!, ¡oh caridad sin término!, ¡oh misericordia sin medida!, ¡oh piedad liberalísima! y ¡oh ingratitud y olvido torpísimo de los mortales a la vista de tan inaudito como importante beneficio! ¿Qué fuera de nosotros sin Él? Y ¿qué hiciéramos con este Señor y Redentor nuestro, si él hubiera hecho menos por nosotros, pues no nos obliga y mueve haber hecho todo lo que pudo? Si no le correspondemos como Redentor que nos dio vida y libertad eterna, oigámosle como maestro, sigámosle como capitán, como luz y caudillo que nos enseña el camino de nuestra verdadera felicidad.
149. No trabajó este Señor y Maestro para sí, ni merecía el premio de su alma santísima, ni los aumentos de su gracia, mereciéndolo todo para nosotros; porque Él no lo había menester, ni podía recibir aumento de gracia ni de gloria, que de todo estaba lleno, como dijo el evangelista (Jn., 1, 14), porque era Unigénito del Padre, junto con ser hombre. No tuvo en esto símil ni lo puede tener, porque todos los Santos y puras criaturas merecieron para sí mismos y trabajaron con fin de su premio; sólo el amor de Cristo fue sin interés todo para nosotros. Y si estudió y aprovechó (Lc., 2, 52) en la escuela de la experiencia, eso mismo hizo también para enseñarnos y enriquecernos con la experiencia de la obediencia (Heb., 5, 8) y con los méritos infinitos que alcanzó y con el ejemplo que nos dio (1 Pe., 2, 21) para que fuésemos doctos y sabios en el arte del amor; que no se aprende perfectamente con solos los afectos y deseos, si no se pone en práctica con obras verdaderas y efectivas. En los misterios de la vida santísima de Cristo nuestro Señor no me alargaré, por mi incapacidad, y me remitiré a los evangelistas, tomando sólo aquello que fuere necesario para esta divina Historia de su Madre y Señora nuestra; porque estando tan juntas y encadenadas las vidas del Hijo y Madre santísimos, no puedo excusarme de tomar algo de los Evangelios y añadir también otras cosas que ellos no dijeron, porque no era necesario para su historia, ni para los primeros tiempos de la Iglesia Católica.
150. A todas las operaciones dichas, que obró Cristo Señor nuestro en el instante de su concepción, se siguió en otro instante la visión beatífica de la divinidad que tuvo su Madre Santísima, como queda dicho en el capítulo pasado, núm. 139; y en un instante de tiempo puede haber muchos que llaman de naturaleza. En esta visión conoció la divina Señora con claridad y distinción el misterio de la unión hipostática de las dos naturalezas divina y humana en la Persona del Verbo Eterno, y la Beatísima Trinidad la confirmó en el título, nombre y derecho de Madre de Dios, como en toda verdad y rigor lo era, siendo madre natural de un hijo que era Dios eterno, con la misma certeza y verdad que era hombre. Y aunque esta gran Señora no cooperó inmediatamente a la unión de la Divinidad con la humanidad, no por esto perdía el derecho de Madre verdadera de Dios, pues concurrió administrando la materia y cooperando con sus potencias, en cuanto le tocaba como madre; y más madre que las otras, pues en aquella concepción y generación concurría ella sola sin obra de varón. Y como en las otras generaciones se llaman padre y madre los agentes que concurren con el concurso natural que a cada uno le dio la naturaleza, aunque no concurran inmediatamente a la creación del alma ni infusión de ella en el cuerpo del hijo, así también y con mayor razón María Santísima se debía llamar y se llama Madre de Dios, pues en la generación de Cristo, Dios y hombre verdadero, sola ella concurrió como Madre sin otra causa natural y mediante este concurso y generación nació Cristo hombre y Dios.
151. Conoció asimismo en esta visión la Virgen Madre todos los misterios futuros de la vida y muerte de su Hijo dulcísimo y de la redención del linaje humano y nueva ley del Evangelio que con ella se había de fundar, y otros grandiosos y ocultos secretos que a ningún otro santo se le manifestaron. Viéndose la prudentísima Reina en la presencia clara de la Divinidad y con la plenitud de ciencia y dones que como a Madre del Verbo se le dieron, humillóse ante el trono de Su Majestad inmensa y toda deshecha en su humildad y amor adoró al Señor en su ser infinito y luego en la unión de la humanidad santísima. Diole gracias por el beneficio y dignidad de Madre que había recibido y por el que hacía Su Majestad a todo el linaje humano. Diole alabanzas y gloria por todos los mortales. Ofrecióse en sacrificio acepto, para servir, criar y alimentar a su Hijo dulcísimo y para asistirle y cooperar, cuanto de su parte fuese posible, a la obra de la redención, y la Santísima Trinidad la admitió y señaló por coadjutora para este sacramento. Pidió nueva gracia y luz divina para esto y para gobernarse en la dignidad y ministerio de Madre del Verbo humanado y tratarle con la veneración y magnificencia debida al mismo Dios. Ofreció a su Hijo Santísimo todos los hijos de Adán futuros, con los padres del limbo, y en nombre de todos y de sí misma hizo muchos actos heroicos de virtudes y grandes peticiones, que no me detengo en referirlas por haber dicho otras en diferentes ocasiones (Cf. supra n. 11, 50, 53, 88, 93; antes p. I n. 233, 334, 438), de que se puede colegir lo que haría la divina Reina en ésta que excedía tanto a todo lo demás, hasta aquel dichoso y feliz día.
152. En la petición que hizo para gobernarse dignamente como Madre del Unigénito del Padre, fue más instante y afectuosa con el Altísimo, porque a esto le obligaba su humilde corazón y estaba más de próximo la razón de su encogimiento y deseaba ser gobernada en este oficio de madre para todas sus acciones. Respondióla el Todopoderoso:
Paloma mía, no temas, que yo te asistiré y gobernaré, ordenándote todo lo que hubieres de hacer con mi Hijo Unigénito.— Con esta promesa volvió y salió del éxtasis en que había sucedido todo lo que he dicho, y fue el más admirable que tuvo. Restituida a sus sentidos, lo primero que hizo fue postrarse en tierra y adorar a su Hijo Santísimo, Dios y hombre, concebido en su virginal vientre; porque esta acción no la había hecho con las potencias y sentidos corporales y exteriores, y ninguna de las que pudo hacer en obsequio de su Criador, dejó pasarle ni de ejecutarla la prudentísima Madre. Desde entonces reconoció y sintió nuevos efectos divinos en su alma santísima y en todas sus potencias interiores y exteriores. Y aunque toda su vida había tenido nobilísimo estado en la disposición de su alma y cuerpo santísimo, pero desde este día de la Encarnación del Verbo quedó más espiritualizada y divinizada con nuevos realces de gracia y dones indecibles.
153. Pero nadie piense que todos estos favores y unión con la Divinidad y humanidad de su Hijo Santísimo lo recibió la purísima Madre para que viviese siempre en delicias espirituales, gozando y no padeciendo. No fue así, porque, a imitación de su dulcísimo Hijo, en el modo posible, vivió esta Señora gozando y padeciendo juntamente, sirviéndole de instrumento penetrante para su corazón la memoria y noticia tan alta que había recibido de los trabajos y muerte de su Hijo Santísimo. Y este dolor se medía con la ciencia y con el amor que tal Madre debía y tenía a tal Hijo y frecuentemente se le renovaba con su presencia y conversación. Y aunque toda la vida de Cristo y de su Madre Santísimos fue un continuado martirio y ejercicio de la Cruz, padeciendo incesantes penalidades y trabajos, pero en el candidísimo y amoroso corazón de la divina Señora hubo este linaje especial de padecer: que siempre traía presente la pasión, tormentos, ignominias y muerte de su Hijo. Y con el dolor de treinta y tres años continuados celebró la vigilia tan larga de nuestra redención, estando oculto este sacramento en su pecho solo, sin compañía ni alivio de criaturas.
154. Con este doloroso amor, llena de dulzura amarga, solía muchas veces atender a su Hijo Santísimo, y antes y después de su nacimiento, hablándole en lo íntimo del corazón, le repetía estas razones: Señor y Dueño de mi alma, hijo dulcísimo de mis entrañas, ¿cómo me habéis dado la posesión de madre con la dolorosa pensión de haberos de perder quedando huérfana, sin vuestra deseable compañía? Apenas tenéis cuerpo donde recibir la vida, cuando ya conocéis la sentencia, de vuestra dolorosa muerte para rescate de los hombres. La primera de vuestras obras fuera de sobreabundante precio y satisfacción de sus pecados. ¡Oh si con esto se diera por satisfecha la justicia del Eterno Padre, y la muerte y los tormentos se ejecutaran en mí! De mi sangre y de mi ser habéis tomado cuerpo, sin el cual no fuera posible padecer vos, que sois Dios impasible e inmortal. Pues si yo administré el instrumento o el sujeto de los dolores, padezca yo también con vos la misma muerte. ¡Oh inhumana culpa, cómo siendo tan cruel y causa de tantos males has merecido llegar a tanta dicha, que fuese su Reparador el mismo que por ser el sumo bien te pudo hacer feliz! ¡Oh dulcísimo Hijo y amor mío, quién te sirviera de resguardo, quién te defendiera de tus enemigos! ¡Oh si fuera voluntad del Padre que yo te guardara y apartara de la muerte y muriera en tu compañía y no te apartaras de la mía! Pero no sucederá ahora lo que al Patriarca Abrahán, porque se ejecutará lo determinado. Cúmplase la voluntad del Señor.—Estos suspiros amorosos repetía muchas veces nuestra Reina, como diré adelante (Cf. infra n. 513, 601, 611, 685, etc.), aceptándolos el Eterno Padre por sacrificio agradable y siendo dulce regalo para el Hijo Santísimo. Doctrina que me dio nuestra Reina y Señora.
155. Hija mía, pues con la fe y luz divina llegaste a conocer la grandeza de la Divinidad y su inefable dignación en descender del cielo para ti y para todos los mortales, no recibas estos beneficios para que en ti sean ociosos y sin fruto. Adora el ser de Dios con profunda reverencia y alábale por lo que conoces de su bondad. No recibas la luz y gracia en vano (2 Cor., 6, 1), y sírvate de ejemplar y estímulo lo que hizo mi Hijo Santísimo, y yo a su imitación, como lo has conocido; pues siendo verdadero Dios, y yo Madre suya, porque en cuanto hombre era criada su humanidad santísima, reconocimos nuestro ser humano y nos humillamos y confesamos la divinidad más que ninguna criatura puede comprender. Esta reverencia y culto has de ofrecer a Dios en todo tiempo y lugar sin diferencia, pero más especialmente cuando recibes al mismo Señor Sacramentado. En este admirable Sacramento vienen y están en ti por nuevo modo incomprensible la Divinidad y humanidad de mi Hijo Santísimo y se manifiesta su magnífica dignación, poco advertida y respetada de los mortales para dar el retorno de tanto amor.
156. Sea, pues, tu reconocimiento con tan profunda humildad, reverencia y culto, cuanto alcanzaren todas tus fuerzas y potencias, pues aunque más se adelanten y extiendan será menos de lo que tú debes y Dios merece. Y para que suplas en lo posible tu insuficiencia, ofrecerás lo que mi Hijo Santísimo y yo hicimos, y juntarás tu espíritu y afecto con el de la Iglesia triunfante y militante, y con él pedirás, ofreciendo para esto tu misma vida, que todas las naciones vengan a conocer, confesar y adorar a su verdadero Dios humanado por todos; y agradece los beneficios que ha hecho y hace a todos los que le conocen y le ignoran, a los que le confiesan y niegan. Y sobre todo quiero de ti, carísima, lo que al Señor será muy acepto, y a mí será muy agradable, que te duelas y con dulce afecto te lastimes de la grosería e ignorancia, tardanza y peligro de los hijos de los hombres, de la ingratitud de los fieles hijos de la Iglesia, que han recibido la luz de la fe divina y viven tan olvidados en su interior de estas obras y beneficios de la Encarnación, y aun del mismo Dios, que sólo parece se diferencian de los infieles en algunas ceremonias y obras del culto exterior; pero éstas hacen sin alma y sentimiento del corazón y muchas veces en ellas ofenden y provocan la Divina justicia que debían aplacar.
157. Esta ignorancia y torpeza les nace de no se disponer para adquirir y alcanzar la verdadera ciencia del Altísimo, y así merecen que se aparte de ellos la Divina luz y los deje en la posesión de sus pesadas tinieblas, con que se hacen más indignos que los mismos infieles y su castigo será mayor sin comparación. Duélete de tanto daño de tus prójimos y pide el remedio con lo íntimo de tu corazón. Y para que te alejes más de tan formidable peligro, no niegues los favores y beneficios que recibes, ni con color de ser humilde los desprecies ni olvides. Acuérdate y confiere en tu corazón cuán lejos tomó la corrida (Sal., 18, 7) la gracia del Altísimo para llamarte. Considera cómo te ha esperado consolándote, asegurándote en tus dudas, pacificando tus temores, disimulando y perdonando tus faltas, multiplicando favores, caricias y beneficios. Y te aseguro, hija mía, que debes confesar de corazón que no hizo el Altísimo tal con ninguna otra generación, pues tú nada valías ni podías, antes eras pobre y más inútil que otras. Sea tu agradecimiento mayor que de todas las criaturas.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #85

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